–Y
en la despensa –le decía en ese momento–, hay conservas de las mías.
Magda
pensó en su abuela haciendo las conservas; esas manos viejas, arrugadas, con la
piel de lagarto fría y escamosa, y las venas gruesas como gusanos morados. Se estremeció
de asco.
–Llevaremos
nuestra propia comida, gracias –le dijo, esforzándose por disimular su desprecio:
a fin de cuentas la vieja les estaba prestando la casa.
–Como
quieras, niña –contestó la abuela, un poco confundida; intuía el rechazo, pero no
era capaz de identificarlo–. Solo acuérdate de que están en una caja, no están a
la vista… Búscalas. Todo lo que hay allí es para comérselo. Coged lo que necesitéis.
Hay ropa de abrigo, mantas… de todo.
La
irritación de Magda iba en aumento. Forzó la despedida antes de perder la paciencia
y decir algo inadecuado. No podía arriesgarse a perder la casa: ese año no tenían
dinero para unas vacaciones de verdad.
Colgó,
apretando el botón rojo tan fuerte que se lastimó el dedo, y después soltó el teléfono
inalámbrico en su soporte para que volviera a cargar. Se masajeó el cuello: había
estado sosteniendo el aparato entre la oreja y el hombro. Estaba muy ocupada haciendo
las maletas, necesitaba las dos manos libres.
Salían
esa misma tarde, en cuanto su marido volviese del trabajo, y todavía quedaba mucho
por empaquetar. En su dormitorio, con los brazos en jarras, miró las pilas de ropa
a su alrededor. ¿Por dónde iba antes de que la abuela la interrumpiera con sus estupideces?
Metió
en la maleta de los niños un par de camisetas más y la imprescindible rebequita
por si refrescaba, antes de que le llegaran los berridos de Pelayo desde el salón.
–Joder.
El
dichoso niño se pasaba la vida llorando, y ella arrepintiéndose del capricho premenopáusico
que había llevado a su concepción.
–¡Jimena!
–gritó–. Ocúpate de tu hermano.
–¡Voy!
–le contestó la muchacha, a voces pero con desgana.
Otra
que tal. Dichosa adolescencia. A veces le daban ganas de mandarla a los veintitantos
de una buena hostia.
Terminó
por fin de preparar el equipaje e hizo un último repaso general. Llevaban más pertrechos
que una falange romana, y aún así siempre se le olvidaba algo de vital importancia.
–Me
rindo –les dijo a las maletas, mochilas, bolsas y paquetes esparcidos a su alrededor.
Cerró la última cremallera, se fue a la cocina, cerró la puerta y se sirvió una
copa de vino que se tomó de pie, en silencio, sola.
El trayecto
en coche apenas había durado dos horas de puro infierno. El imbécil de su marido
se tensaba y reconcentraba sobre sí mismo cada vez que tenía que conducir, dejando
que ella lidiara con los niños como buenamente pudiera desde el asiento del copiloto.
–¡Por
dios, Jimena, juega con tu hermano! –gritó en un momento de desesperación. La muchacha
no se inmutó; a veces Magda pensaba que les había pedido esos absurdos, enormes,
auriculares rosa para poder fingir a gusto que no les oía.
–¡Jimena!
–insistió Magda, gritando por encima de los berridos del niño. La chica separó al
fin los ojos de la pantalla del móvil y los dirigió, indiferentes, inexpresivos,
hacia su madre.
–¿Qué?
–¡Tu
hermano está llorando!
–¿Y
qué quieres que le haga yo?
–¡Lo
que sea! ¡Cántale una canción!
Como
si le hubieran impuesto el peor de los tormentos, Jimena se volvió hacia la sillita
de su hermano y empezó a desgranar “Brilla, brilla, estrellita”, aportándole un
aire fúnebre enteramente de su cosecha.
–Sigue
llorando –anunció antes de terminar la primera estrofa y, colocándose los cascos,
volvió a mirar la pantalla del móvil.
–¡Joder!
–¿es que tenía que hacerlo todo ella misma?– Brilla, brilla, estrellita… –cantó
con furia hasta que el niño, agotado de tanto llorar, se durmió.
Villamatojo
del Pardillo, así lo llamaba ella. A Magda, que se había criado en la capital, le
costaba creer que su familia procediera de un pueblo en mitad del valle de Me-Importa-Un-Bledo.
Estaba harta de oír historias de gente muerta hace tiempo, y de la añoranza con
la que hablaban del terruño. Si tanto les gustaba el pueblo, que no se hubieran
ido. Pero claro, los viejos son así: como su presente es una mierda, no les queda
otra que idealizar el pasado. Desde luego ella no iba a caer en la trampa de lo
bucólico, aunque, las cosas como eran, debía reconocer que el pueblo era bonito.
Bonito para un rato, al menos. Las calles del casco antiguo eran estrechas, retorcidas,
orgánicas; casi era posible imaginárselas como los tentáculos de un ser vivo. No
había aceras, ni direcciones de tráfico: si tu coche cabía por una calle, es que
podía pasar por allí. El suelo era de cemento y piedras, con un surco en medio para
que corriera la reguera de agua. Y las casas eran de madera, piedra y tejas, ocupando
una superficie muy pequeña en la planta baja, y cada vez más en las superiores,
como pirámides invertidas, hasta el punto que en algunas calles las casas de ambos
lados se tocaban, formando túneles de madera vista y cal viva, reforzados con piedra
y ladrillo visto en las esquinas.
De
pequeña, a Jimena le había encantado. Decía que era el pueblo de los cuentos. Ahora
apenas apartaba la mirada de la pantalla de su móvil, pensó Magda con irritación,
y por pura costumbre le lanzó una mirada furibunda a su marido, que se encogió.
–¿Cuántas
vueltas planeas dar? –le espetó.
–Es
que no me gusta aparcar donde la iglesia.
Por
supuesto: el único sitio donde la calle se ensanchaba, y justo a su marido no le
parecía bien.
–Pues
aparca donde sea ya de una vez.
–Sí,
sí…
Joder.
¿Tenía que ser siempre tan sumiso? A Magda la sacaba de quicio. Apenas podía reprimir
su furia mientras Rodrigo intentaba aparcar, repitiendo la misma maniobra una y
otra vez. Desde luego, es que no fallaba: cuanto más sitio tenía, peor aparcaba.
Magda estaba convencida de que lo hacía adrede para irritarla.
En
cuanto el motor se detuvo, el niño salió de su atolondramiento y empezó a llorar
de nuevo.
–¡Joder,
Pelayo! –exclamó Magda, saliendo a toda prisa del coche y golpeándose la cabeza
de paso. Sacó al bebé de la sillita con manos temblorosas: el llanto quejumbroso
de su hijo la ponía de los nervios.
Cuando
llegaron a la casa empezaba a anochecer, y los vecinos ya estaban en la puerta,
sentados en sillones plegables de playa; ellas, con sus batas de flores; ellos,
con sus bigotitos pasados de moda, sus camisas blancas y sus pantalones de pinzas
subidos casi hasta las axilas; todos ancianísimos pasada ya la ochentena.
–Buenas
noches –saludó Magda. La abuela le había pedido que diera recuerdos a los vecinos,
uno por uno, pero Magda no estaba para tonterías. Eran los amigos de la infancia
de la vieja, no los suyos. En lo que a ella respectaba eran poco más que parte del
paisaje.
–Hombre,
hola –le contestaron los vecinos, con genuina alegría–. ¿Qué, a pasar las vacaciones?
–Sí
–contestó en los que esperaba que fuera un tono cortante, lanzando reojos a su marido,
que no atinaba con las llaves–. ¿Abres o qué?
Rodrigo
dio un respingo.
–Sí,
sí.
–Esa
manía de cerrar con llave –le dijo el vecino, cuando ya Rodrigo conseguía abrir–.
Aquí no hacemos esas cosas. La vida se hace en la calle, con las puertas abiertas…
–Pues
yo prefiero cerrarla, gracias –le cortó Magda. Y, entrando en la casa, les dio un
portazo en las narices.
Jimena
había subido directamente al sobrao: el único sitio donde podía conseguir cobertura.
Probablemente no la verían hasta la hora de la cena; tanto mejor porque estaba insoportable.
Rodrigo había entrado al comedor y trasteaba con los botones de la televisión, sin
conseguir otra cosa que interferencias y estática. Magda no sabía por qué se empeñaba,
año tras año. Era una batalla perdida. Alguien tendría que subirse al tejado y recolocar
la antena, pero al inútil de su marido le daban miedo las alturas, y ella desde
luego no pensaba hacerlo.
El niño se despertó
a las siete de la mañana y empezó a llorar. Magda lo cogió en brazos y bajó a la
cocina a prepararle un biberón. En el hueco de la cocina los berridos del niño se
amplificaban y levantaban ecos por toda la casa, pero Magda no se hacía ilusiones;
ya podía hartarse de llorar, el padre de la criatura nunca se daba por aludido.
Por supuesto, Magda podía despertarlo. Él se lo había pedido en innumerables ocasiones.
“Ya sabes que yo cuando duermo no me entero de nada. Despiértame si necesitas ayuda”.
Tan amable, tan solícito, tan dócil. Era simplemente insoportable: Magda no lo despertaba
para no tener que hablar con él. Si dormía hasta mediodía, medio día de aguantarlo
que se ahorraba.
Se
vistió, se colgó al niño en la mochila portabebés, y salió a la calle. Ya que había
madrugado, al menos desayunaría churros. Cerró la puerta con llave detrás de ella,
acordándose de los vecinos. “La vida se hace en la calle”, le habían dicho. Claro
que sí. ¡Para poder cotillear a gusto! Pues a ella que no la esperaran. No pensaba
rebajarse a su nivel.
Cruzó
el túnel y subió por una de las calles más rectas del casco antiguo, trastabillando
por el pavimento irregular, pasando de un lado a otro de la reguera para esquivar
la porquería. ¿Qué era aquello? El pueblo siempre estaba impoluto, eso al menos
sí que lo tenía. Unos metros más adelante, un hombre estaba tendido en el suelo,
bocabajo. Tenía la ropa rota, y apestaba. Un borracho, pensó. Magda contuvo la respiración
al pasar a su lado. Seguramente era un turista. Cómo odiaba a los turistas. Se paseaban
por el pueblo embobados, diciendo estupideces como que parece el escenario de una
película y sintiéndose muy especiales por haberlo descubierto, como si las redes
sociales no estuvieran llenas de fotos hechas por cientos de imbéciles como ellos.
Y si ahora encima les iba a dar por beber… Los lugareños tenían sus cosas, pero
al menos no se desplomaban borrachos en mitad de la calle. De pronto el agua de
la reguera le dio un asco infinito. A saber si, cauce arriba, había pasado por el
cuerpo de otro como este.
Siguió
subiendo la cuesta y pasó por el segundo túnel pero, antes de llegar a la plaza,
se detuvo. Había mucha gente para la hora que era. Parecían pasear, pero no caminaban
con normalidad; avanzaban despacio, a trompicones, sin dirección definida, contorsionando
su cuerpo de maneras extrañas. ¿Sería una de esas costumbres típicas que ella encontraba
incomprensibles? Pero no, no podía ser. Podían fingir los andares, incluso la palidez.
Pero ¿quién querría fingir aquel olor?
El
niño, que se había quedado dormido en la mochila, mecido por contoneo de sus caderas,
notó la ausencia de movimiento y se despertó, llorando. El berrido retumbó en la
plaza porticada y cincuenta, cien cabezas se volvieron hacia ellos. Magda reparó
entonces en las miradas ausentes, las bocas desencajadas. El corazón se le vino
a la garganta y se quedó paralizada, invadida por el terror más puro que había sentido
jamás.
Iban
hacia ella.
Se
dio la vuelta y echó a correr, tropezando, calle abajo. El niño no paraba de gritar,
y atraía a más engendros de las calles adyacentes. Le tapó la boca con una mano,
perdió el equilibrio, cayó de rodillas, se volvió a levantar. Estaba a punto de
llegar al punto donde antes había visto al borracho: lo vio, intentando incorporarse,
la misma mirada, la misma boca que el resto. También quería atraparla. Todos querían
atraparla. Y lo iban a conseguir; estaban cada vez más cerca. No llegaría a la casa.
Aunque llegara, estaban pegados a ella; no le daría tiempo a abrir la puerta. Dios.
¿Por qué habría cerrado la estúpida puerta con llave? Necesitaba al menos unos segundos
de ventaja. Casi la tenían. Notaba sus manos frías y húmedas en los brazos, en la
espalda, intentando sujetarla. Si no conseguía sacarles un poco de ventaja la atraparían.
Ni
lo pensó. Se llevó la mano a la espalda, y soltó los cierres de la mochila portabebés.
El niño cayó al suelo envuelto en la loneta de colores, y ella saltó limpiamente
por encima, haciendo caso omiso de su llanto. En pocos segundos cesaría, ahogado
por otros ruidos; los crujidos y chasquidos de muchas mandíbulas mordiendo huesos,
arrancando carne, rompiendo cartílago.
Magda
dejó a sus perseguidores atrás. La casa estaba ahí mismo. Sacó la llave del bolsillo,
pero no le hizo falta usarla: justo cuando llegaba, Rodrigo abría la puerta.
–Me
ha parecido oír…
Magda
lo empujó, entró en la casa y cerró la puerta detrás de ellos.
–¡Cállate!
–siseó, y le puso la mano en la boca, tapándosela.
Echó
el cerrojo y la llave, y después comprobó que las ventanas de la planta baja estaban
cerradas a cal y canto.
El
sonido de la manada se acercaba. El niño les había sabido a poco. La habían perseguido
hasta allí, aunque creía que no habían visto dónde había entrado. La calle se llenó
del sonido de pies arrastrados, crujidos de articulaciones, gemidos hambrientos.
–¿Qué
son esas cosas? –preguntó Rodrigo, en un murmullo.
–No
lo sé. Han intentado atraparme.
–Espera,
¿y el niño?
A
Magda se le llenaron los ojos de lágrimas.
–Se
me cayó. Lo llevaba en brazos y se me cayó.
–¡Tenemos
que salir a buscarlo!
–No
–lloriqueó Magda–. Se lo han…
–Oh,
dios mío. Oh, dios mío.
Jimena
eligió ese momento para aparecer en el pie de la escalera.
–¿Vosotros
tenéis cobertura? –preguntó–. Llevo desde anoche sin poder usar el móvil.
–Jimena…
–le dijo su padre, lloroso.
–¿Qué
os pasa ahora?
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