El caso es que nos fuimos para el Puerto de Santa María mi madre, los dos niños, el gato (drogado) y yo.
En tren, claro.
En tren, claro.
La cosa fue mal desde el principio porque, para empezar, el gato no se durmió sino que se quedó mirando al vacío y multiplicó su ya considerable peso por varios millones. No había quien moviera el dichoso trasportín, aquello pesaba varios megatones y además como la gente no respeta el espacio personal ajeno ni en pandemia y el cacharro es muy mono y parece una maleta, el pobre bicho se llevó más patadas que otra cosa.
Además, el tren salió media hora tarde.
Y como nosotros somos como de agobiarnos y llegar una hora antes a todas partes, pues allí que estuvimos en la estación más de una hora con mi madre, los dos niños y el gato (drogado), de pie porque en Madrid todo lo gratis da COVID, incluidos los bancos de la estación y por lo visto el aire acondicionado también, porque aquello parecía una sauna.
Una sauna MUY llena.
Al fin nos llaman a embarcar, que íbamos ya como si volviéramos de la vuelta al mundo, nos subimos al tren y por supuesto nuestros asientos iban separados.
Que ya lo sabíamos, porque habíamos mirado los billetes y eso, pero esperábamos que algún alma caritativa se ofreciera a hacernos el cambio.
Pues se ve las almas caritativas también dan COVID, como lo gratis, así que acabamos desperdigados a lo largo de dos vagones, mi madre, los dos niños, el gato (drogado) y yo, que para mí que el gato fue el que tuvo mejor viaje, literal y metafóricamente hablando, porque lo que es yo acabé baldada de correr pasillo arriba, pasillo abajo para asegurarme de que los niños no molestaran a sus acompañantes, los acompañantes no molestaran a los niños y el gato no se hiciera tertuliano de Telecinco.
Para cuando llegamos al Puerto, por supuesto, no había taxis en la parada de taxis porque para qué va a haber taxis en la parada de taxis de una estación de tren, en la playa, en pleno verano, cuando llega un tren que ha parado en Madrid, Córdoba y Sevilla, no sé si me explico.
Así que esperamos, esperamos y esperamos mi madre, los dos niños, el gato (cada vez menos drogado) y yo. No pasa nada, sólo eran las tres de la tarde en mitad de julio, y sólo estábamos parados en mitad de un aparcamiento.
Al final apareció un taxi, que yo ya estaba pensando en irme al piso andando, porque no sería la primera vez y no está tan lejos, pero es que me hacía mucho pipí y me daba miedo que al tirar del trasportín se me fuera el puntillo, que ya era lo que me faltaba.
Bien.
Lo importante es que después de tan solo ocho horas de viaje llegamos al piso mi madre, los dos niños, el gato (totalmente despierto y bastante nervioso) y yo.
Hermano Pequeño había estado toda una semana y se había ido esa misma mañana, así que contaba con encontrarme el piso en un estado de mínima habitabilidad.
Y bueno, depende de lo que consideres habitable, así era.
El caso es que la cama de matrimonio estaba sin hacer, con el colchón al aire, cosa que cuando llegas de un viaje de ocho horas con tu madre, dos niños y un gato (acojonado, debajo de la mesa), desmoraliza bastante, motivo por el cual yo siempre cambio las sábanas antes de irme y dejo la cama hecha.
Al parecer esa había sido la intención, porque habían lavado las sábanas e incluso las habían tendido, si por tender entiendes hacer una pelota y encajarla entre las dos cuerdas del tendedero como cuando eres pequeño y el balón acababa en el alero de la vecina.
El váter estaba pringoso. Esto fue de lo que más de desconcertó, porque Hermano Pequeño me había dicho que no había tenido tiempo de fregarlo bien y le había dado con las toallitas del baño de Mercadona, que mira, para unas prisas ni tan mal. Yo las uso a menudo, de hecho. Por eso no acababa de entender cómo podían haber soltado esa pringue. ¿Las toallitas del baño caducan? ¿Se habrían puesto malas con la humedad? No entendía nada... Hasta que descubrí que la Tita no tenía toallitas de baño. Lo que tenía en el baño eran toallitas desmaquillantes. Y ni siquiera eran de Mercadona, eran de Lancome o Vichy, no me acuerdo bien pero son las dos marcas que le gustaban a ella para los potingues de la cara. Así que el váter limpio, lo que se dice limpio, no estaba... pero te dejaba la piel del culo estupenda.
Mientras yo miraba el váter con estupor, los niños se quejaban de que no funcionaba la tele. Ahí ya empecé a llorar por dentro porque mi salud física y mental estaba pidiendo a gritos que los niños se entretuvieran un rato viendo la tele. Empecé a tocar todos los botones, estupefacta. Mi tía era bastante analógica, si algo tenía esa tele es que era fácil. Dos meses antes, yo misma había podido verla sin problema y ahora... nada. Hicieron falta unos cien mensajes a Hermano Pequeño para descubrir que le había parecido una idea estupenda colocar un ChromeCast. Y lo era, ojo. Lo que hubiera sido una idea estupenda también es que nos lo dijera, no sé. Por ponerle una pega y tal.
Para entonces yo estaba que me iba a dar un infarto de miocardio. Y todavía no había entrado en la cocina, en cuyo suelo había un puñado de hojas secas (de dónde habían podido salir esas hojas en una zona con humedad del 99 millones por ciento, es un completo misterio) y unas marcas en el suelo como si alguien hubiera arrastrado la basura dejando un reguero a su paso.
Creo que ese fue el momento en que decidí entregarme a la bebida y abrí la nevera.
Salvo que no hizo falta, porque ya estaba abierta.
Y como era una nevera de una cierta edad, al parecer el motor no había podido compensar el calor que entraba y había optado por hacer la suicidación.
Para que quede claro: al abrir la nevera me golpeó una bofetada de calor. El interior de la nevera estaba como para gratinar macarrones. A las seis (SEIS) botellas de vino tinto abiertas y a medias que encontré en el interior les hubiera venido bien un poquito de azúcar, canela y unas peritas de San Juan para hacer un postre estupendo.
-Lo escamocho -dije.
-Pero mira qué detalle -dijo mi madre-, nos ha comprado la merienda.
Yo no podía comprender porqué una porción de tarta de queso, a repartir entre mi madre, los dos niños, el gato (que declinó generosamente) y yo, que llevaba además unas seis horas calentándose en la nevera era una buena noticia, pero claro, yo es que no soy nada detallista y ese tipo de sutilezas se me escapan.
Quizá por eso más que agradecida por el detalle estaba enfurecida por todo lo demás. Yo es que tengo mucho carácter, de toda la vida me lo han dicho.
El caso es que respiré hondo, tracé un plan de acción, y para compensar mi mal humor les dije a los niños que al día siguiente comeríamos lasaña.
A los niños les encanta "la saña". ZaraJota siempre dice que es porque "saña con gusto no pica".
La lasaña es buena, la lasaña es tu amiga.
La lasaña te reconforta y te hace olvidar todos tus males.
Al menos, hasta que descubres que el horno no sólo no funciona, sino que cada vez que intentas encenderlo te salta los plomos de toda la casa...
-ME C*G* EN LA VIDA ENTERA, C*Ñ* YA, QUÉ C*J*N*S HAGO AHORA CON LA P*T* LASAÑA DE LOS H**V*S.
Bueno... supongo que siempre me queda la opción de calentarla en la nevera.
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