Es una verdad universalmente conocida
que los seres humanos no están hechos
para soportarse sin interrupción
durante períodos prolongados de tiempo.
Lorz Austen
No me malinterpretéis: si por mí fuera, estaría con los niños siempre. Lo que pasa es que a veces hay que echarse un poco de menos para no echarse de más.
Esta semana pasada me he reincorporado mi puesto laboral, y ahora todo el mundo me pregunta cómo lo llevo "con los niños y tal".
Pues lo llevo exactamente igual que cuando no trabajaba, solo que ahora estoy obligada, por contrato, a estar en un sitio donde pretenden que pase un bien número de horas sentada.
La vida a veces es maravillosa.
Es más: en las ocasiones que estoy de pie, ¡nadie espera que me balancee rítmicamente! Por el contrario, si alguien me sorprende en el cuarto de la fotocopiadora balanceándome y tarareando, ¡les parece hasta raro y todo!
Yo misma me siento rarísima. Por ejemplo: ¿siempre había tenido dos brazos? Estaba convencida de que mi cuerpo de componía de pierna izquierda, niña derecha, brazo derecho y niño izquierdo... Y ahora me miro los brazos y me digo: "Mira, si hay dos. Son tan largos y paralelos... Pueden levantar grandes pesos, aunque ellos mismos son tan ligeros...".
Otra cosa que he descubierto es que todavía tengo reflejo: entre que llevo meses sin mirarme al espejo y que estoy viendo todas las series de vampiros a mi alcance no estaba segura de tenerlo todavía. Pero ahí está. No es que me alegre especialmente: la primera vez que te miras al espejo después de varios meses de maternidad se produce el Efecto Qué:
Qué pelos llevo.
Qué cara.
Qué tripa.
Y qué pintas...
No me puedo creer que haya estado saliendo así a la calle, menos mal que siempre voy con el bebé, que es un escudo deflector estupendo.
Lo del pelo tiene fácil arreglo: te lo rapas y punto. Volverá a crecer, o casi mejor que no crezca, que no estoy para ir mucho a la peluquería.
Lo de la cara es peor: cuando te has pasado cinco meses mirando sin descanso la carita perfecta de un bebé y de pronto miras la propia es difícil no hacer comparaciones. La falta de sueño, de alimentación y de cuidado tampoco ayuda mucho. Por cierto, ¿alguien sabe si es normal que la crema hidratante tenga una capita como de pelusilla verde por encima? Juraría que no estaba ahí cuando me la compré, pero hace tanto tiempo que no estoy segura del todo.
De la tripa prefiero no hablar. Me siento como esa bolsa de plástico vieja y arrugada que alguien olvidó y flota llevada por el viento, solo que está llena de piedras y en vez de flotar se arrastra penosamente cuesta arriba. Así. Eso sí, para compensar tengo un escote estupendo. Bueno, casi todo el tiempo. A lo largo del día, y según cuántas horas lleve el enano sin comer, mi delantera evoluciona desde "pasita arrugada" hasta "ubre reventona". Calculo que mi mejor momento es a media mañana o así.
Lo de la ropa ha sido lo peor. Me he pasado los últimos meses alternando vaqueros viejos, en su mayoría con costras de pintura de dedos seca que no se va por mucho que las lave, y camisetas con el cuello cedido y de fácil acceso pectoral. Un par de días antes de reincorporarme al trabajo abrí el armario, esquivé en plan Matrix los murciélagos que salían espantados, y me puse a buscar algo ponible. Después de un rato, mis estándares de calidad se rebajaron a "cualquier cosa que no esté manchada de pintura de dedos y/o fluidos corporales, o al menos que no se note mucho y/o no huela".
Encontré un único pantalón, y, como no tengo mucho tiempo de andar probándome cosas, me lo llevé a la tienda y compré uno exactamente igual. Pero cuando me lo llevé a casa, no me cabía.
En serio, ¿cómo es posible? ¡Si era la misma talla y todo! Pues no me entraba ni la punta del pie.
Volví a la tienda para cambiarlo, y le expliqué a la dependienta lo que pasaba.
-Es que no lo entiendo -le dije-. ¡Tendrían que ser idénticos! Pero los viejos me caben y los nuevos, no.
-Buenos, seguramente a medida que tú has ido engordando tus pantalones han ido cediendo.
Todavía no sé lo que pretendía insinuar.
Además, estaba preocupada por el tema de los zapatos, básicamente porque llevo mucho tiempo recorriendo el mundo con unas zapatillas viejas y comodísimas, y estaba segura de que el día que las dejara para ponerme otra cosa me iban a doler los pies a lo grande. Por suerte los Reyes Majos ya habían pensado en esa posibilidad, y me habían traído unas zapatillas.
Comodísimas.
Bueno.
Más o menos.
Por algún extraño motivo, la izquierda era mucho más cómoda que la derecha, que además se me salía todo el rato, como si me estuviera grande.
Jo, pensaba. Estoy amorfa perdida. No sabía yo que el embarazo te cambiara tanto el cuerpo. ¡Hasta los pies me los ha dejado tontos!
Al final, un día me harté de que se me saliera la dichosa zapatilla y la cogí para ver si es que se me había movido la plantilla o algo.
Y no, la plantilla estaba perfectamente bien.
El resto de la zapatilla, en cambio...