Estoy de vacaciones y no escribo cosas nuevas.
Sin embargo, hay cosas viejas que quizá no conozcas. Aquí te dejo una muestra.
–Los
niños de la casa grande han desaparecido –dice papá.
He entreabierto la puerta de la cochera
y sostengo la hoja metálica con mi cuerpo. Pesa. Papá no me mira. Mira por
encima de mi cabeza, hacia el fondo, por si los niños estuvieran ahí. Cree que
no me doy cuenta, sus ojos se vuelven hacia mí a tal velocidad que, si hubiera
parpadeado, me habría perdido el momento en el que escudriñaba el interior de
la cochera.
–Quédate aquí –me dice, y sin pensarlo
acaricia la culata de su escopeta de perdigones. Asiento. Los hombres están
armados y nerviosos: lo mejor es que me quite de en medio. Papá asiente
también, comprende que he comprendido–. Vendré a buscarte.
Se pasa la escopeta a la mano izquierda
para liberar la derecha. La puerta de la cochera, de chapa pintada de verde
intenso, pesa. Doy un paso hacia atrás, y observo entre las sombras cómo papá
agarra la manija y tira hacia él. La puerta se cierra con un sonido metálico y
crujiente. Es el polvo, el polvo reseco del campo que se mete por todos los
resquicios.
Me quedo en la penumbra de la cochera.
Huele a tierra, a hojas secas de olivo, a telarañas antiguas, mustias,
encogidas sobre sí mismas y cubiertas de la arena finísima y blanca del campo.
La cochera es un rectángulo en el que caben dos tractores, uno detrás de otro,
aunque ninguno de ellos es muy grande; ni siquiera tienen cabina. El que hay
más cerca de la puerta es verde y lleva enganchado un trillo rojo. El que se
aparca detrás es amarillo. Nunca lo he visto usar y está cubierto por una capa
espesa de tierra. Detrás, apoyado contra la pared encalada, hay un rodillo
apisonador. Es un cilindro de metal abollado y sucio, lo bastante grande como
para que, de ser hueco, yo cupiera dentro, y lo bastante pesado como para
convertir todos mis huesos en astillas si me pasara por encima.
Debe de ser cerca del mediodía; el sol
cae de pleno sobre la era y el interior de la cochera se oscurece. Empiezo a
tener hambre. No he comido nada desde anoche, que cenamos tomates en rodajas
con sal y buñuelos de pan con perejil. El recuerdo de los buñuelos me llena la
boca de sabor a ajo y mi estómago gruñe. Nada más salir de la cochera, a la
izquierda de la rampa por la que suben los tractores, hay una mata de
yerbabuena. Papá no ha cerrado la puerta con llave; quizá si soy lo bastante
rápida pueda salir, arramblar con un puñado y volver antes de que nadie me vea.
Casi puedo olerla, casi puedo sentir el polvo rechinar entre mis dientes
mientras la mastico. El sabor de la tierra y el sabor de la mata, a la vez.
Mi estómago gruñe de nuevo. La rampa
está demasiado a la vista; todos los cortijos dan a la era, un espacio
despejado y salpicado de socavones que, de vez en cuando, rellenan con kilos y
kilos de chinos que van echando con un volquete y repartiendo con palas. En el
centro de la era hay dos olmos y a su tronco, fino y blanqueado por el sol, hay
atados por cadenas dos dóberman que parecen dormir, abotargados por el calor. A
mí no me engañan. Están ahí para ladrar en cuanto perciben algo extraño a su
alrededor, a veces mucho antes de que sus amos lo noten. En lo que a mí
respecta, siempre ladran en el peor momento, como anoche.
Las matas de yerbabuena están demasiado
a la vista de la era y demasiado cerca de mi casa, donde a estas horas debería
estar mamá haciendo la comida. Siempre aguanta hasta que la bombona está en las
últimas, y me la imagino agarrándola por las asas de color naranja y dándole
vueltas para menear el gas y que le dure solo un poco más, hasta que los
garbanzos estén tiernos. Al lado, en la mesita de formica, tendrá un barreño
con agua y Mistol, y el trapo de cuadros listo para entrar en acción. Aunque se
me ocurre que quizá hoy, con lo que ha pasado, no haya tenido ánimo para
cocinar. Quizá cuando papá vuelva tendrá que conformase con un mingo empapado
en aceite, un poco de chorizo y algunas aceitunas.
Tengo que olvidarme de la yerbabuena.
Empiezo a deambular con desgana por la cochera, arrastrando los pies por el
suelo de cemento, a sabiendas de que voy arrancando trocitos a mi paso. Todo se
deshace: cal de las paredes se desconcha, el mortero se desmorona, el suelo se
erosiona. Camino sobre una capa crujiente de materiales diversos, arañados a
todo lo que me rodea.
Al fondo de la cochera hay un ventanuco.
Es tan pequeño que nadie se ha molestado en ponerle rejas, a pesar de que da a
la parte de atrás de los cortijos, a un camino de tierra que transcurre junto
al arroyo. Me quito las zapatillas y me subo al rodillo; mis pies sudados van
dejando marcas oscuras sobre su superficie. Me estiro todo lo que puedo para
agarrar el pestillo entre los dedos y tiro hacia abajo con todas mis fuerzas.
El ventanuco se abre con un estruendo que retumba en la cochera y durante unos
minutos me quedo quieta, pegada a la pared, mientras mi corazón bombea sangre a
mil por hora. Si la ventana diera a la era, el sonido habría alertado a todos
los hombres que pululan por los alrededores. Por este lado, en cambio, las
zarzas de la orilla y el escándalo del arroyo lo habrán absorbido.
Me asomo con cuidado. Me aferro al marco
de madera del ventanuco, cuya pintura verde se descascarilla al tacto, dejando
ver la madera de olivo reseca y oscura de debajo. El camino está desierto; las
matas de jaramagos se agitan bajo el sol en medio de una nube de insectos
golosos. Un grupo de mujeres se acerca por mi derecha; las oigo antes de
verlas, de vez en cuando gritan con desgana el nombre de los niños de la casa
grande.
Todavía no están preocupadas. A medida
que se acercan, me encojo contra la pared. Es mejor que no me vean, es mejor
que no recuerden que los niños de la casa grande no son los únicos que rondan
la era. Pronto están tan cerca que les veo las caras: ropa de diario, expresión
de fastidio. Todavía piensan que es una travesura; que aparecerán tarde o
temprano. Quizá, en ese mismo momento, estén en casa de alguno de sus primos
mientras todos los buscan. Ni siquiera se asoman al arroyo que, en esta parte,
forma un meandro que ha ido excavando un cauce profundo y después lo ha
ensanchado. Hasta un adulto podría ahogarse ahí. Pero los tallos largos de los
jaramagos y las hojas oscuras de las ortigas están intactas, y los niños de la
casa grande nunca cruzan a la otra orilla, donde la tierra pertenece a otro.
Las mujeres se alejan, sin verme. Lo
último que oigo de ellas son unas risas apagadas. A nadie le importan realmente
los niños de la casa grande. Durante un rato, les alegró que sirvieran de
excusa para olvidarse de sus quehaceres. A medida que se acerca la hora de
comer, sin embargo, empiezan a poder con ellas el aburrimiento y el fastidio.
En cuanto se pierden de vista, alargo el
brazo por el lado exterior de la pared. El polvo blanco me araña la piel y me
estiro un poco más. Al pie del muro crece una parra. Nadie la plantó allí;
quizá la raíz llevara décadas enterrada bajo la casa y haya ido labrando su
camino durante años. Papá la descubrió y llevó piedras blancas hasta dibujar un
semicírculo a su alrededor, para atrapar la plantita contra la pared. También
le puso una guía, un listón de madera salido de a saber dónde. La parrita se
aferró a él, se olvidó del suelo y empezó a crecer hacia arriba. Alargo la mano
hasta dar con las primeras hojas y las sigo hasta sentir lo que busco: los
pámpanos. Los voy enganchando entre los dedos y cuando ya no puedo más y siento
que el brazo se me va a salir del hombro doy un tirón y los arranco todos a la
vez, con tanto ímpetu que caigo hacia atrás y acabo en el suelo, rodeada de una
nube de tierra y hojas secas.
Si el ventanuco diera al lateral en vez
de a la parte trasera, podría saltar hasta el huerto, aunque a estas alturas
del año no habrá ahí nada que merezca la pena, salvo que hayan vuelto a brotar
las fresas.
El año pasado, el señor de la casa
grande plantó fresas y echaron un fruto diminuto, cubierto de pelusa, de un
color rojo intenso. Papá fue el primero en descubrirlo y me llevó a verlo.
–Mira, una fresa –me dijo.
Antes de que pudiera reaccionar la
arranqué, me la metí en la boca y me la tragué con su corola y todo. No me
pareció nada especial. A papá sí que se lo debía parecer, porque se puso
furioso. Se arrancó la correa de las trabillas, se sentó en un tocón, me puso
sobre sus rodillas y me azotó hasta que se le cansó el brazo mientras yo
observaba aquella matita escuálida. Seguía sin verle nada especial y, además,
¿qué iban a hacer en la casa grande con una sola fresa? Ni siquiera estaba tan
buena.
Termino de mordisquear mis pampanitos y
los tiro al suelo, machacados e inservibles. Pensar en la azotaina me ha
provocado un picorcito familiar entre las piernas. Me siento en el suelo, apoyo
la espalda contra la pared y me chupo los dedos de la mano derecha antes de
meterme la mano en las bragas para darme gustito.
Es una sensación agradable y frustrante
a la vez: siempre siento que está actividad tendría que llevar a algo. Como
siempre, lo único que consigo es seguir y seguir hasta adormilarme.
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