26 agosto 2024

Querida Margo

Estoy de vacaciones y no escribo cosas nuevas. 

Sin embargo, hay cosas viejas que quizá no conozcas. Aquí te dejo una muestra. 


Querida Margo,

Tu ridícula idea de casarte con un capitán de fragata es sólo superada por tu idea, más ridícula aún, de embarcar con él y seguirle a todos lados.

¡Jamaica! ¿De verdad es una isla? Estaba absolutamente convencida de que se trataba de un tipo de azúcar. Dices que partirás en breve, porque las mareas y el almirantazgo son ahora los dueños de tu destino. ¡Y esperas que te perdone por no asistir a la fiesta en honor de mi cumpleaños! Por supuesto que te perdonaré, amiga cruel, pero únicamente porque, al privarme del placer de tu compañía, me has regalado el más delicioso aún de recrearme contándote los detalles. Así que prepárate, Margo; busca un rincón cómodo, si es que en la marina disponen de tal cosa, y hazme dueña de tu tiempo una vez más.

El 25 de enero de 1800, el día en el que tuve el increíble descaro de cumplir veinticinco años a pesar de estar soltera, amaneció con un cielo grisáceo del que la lluvia helada parecía caer con desgana. En cuanto Maggie abrió las cortinas de mi habitación corrí hacia la ventana, limpié con el dorso de la mano el vaho de los cristales y descubrí, con gran desasosiego, que los caminos debían de estar total y absolutamente embarrados, desesperadamente intransitables, imposibles de cruzar para los invitados a mi fiesta.

Ay, mi querida Margo, ¿existe peor desgracia en la vida que haber nacido en enero? Tú, que a menudo te quejas de haber nacido un 31 de octubre, deberías tener más sentido: al menos sabes que, si el tiempo no te acompaña, serán las ánimas las que lo hagan.

Pasé el día malhumorada, a ratos deseando que un milagro despejara los caminos, a ratos, que el cielo se abriera sobre nuestras cabezas para que todo el mundo fuera tan desgraciado como yo. Vagué por Wedgwood como alma en pena, castigando con mi mal humor a todo el que tenía la desgracia de cruzarse en mi camino… o lo que es lo mismo, a mi padre, que aquel día había decidido abandonar la biblioteca para hacerme compañía y que sin duda tuvo motivos sobrados para arrepentirse.

Pero tuviste la amabilidad de preguntarme por su salud y yo, deseosa de hacerte partícipe de mis felices nuevas, estoy siendo negligente a la hora de responderte. Te diré ahora que se encuentra bien, dentro de lo que su avanzada edad permite, y me atreveré a suplicarte que seas paciente; ahondaré en detalles enseguida.

Por supuesto, temimos que fuera necesario cancelar el baile. Más aún: temimos que ni siquiera fuera necesario cancelarlo, ya que nadie podría acudir. Nuestra certeza de que así sería llegó a ser tan absoluta que abandonamos por completo todos los preparativos de última hora, hasta el punto que Maggie dedicó gran parte del día a preguntarse qué hacer con las ingentes cantidades de sopa blanca, jamón, queso y exquisiteces de todo tipo que había preparado para nuestros invitados, y que mi padre y yo, especialmente él con su delicado estómago, jamás seríamos capaces de consumir.

Al caer la tarde, de un humor muy poco apropiado para una mujer que cumple veinticinco años, incluso si aún está soltera, me dirigí a mis aposentos a cambiarme para la cena. Las flores de eléboro que adornaban la escalera, sujetas con citas de color perla, parecían burlarse de mí.

Puse todo el cuidado en mi tocado y en mi vestido, sin embargo, porque cumplir veinticinco y no tener ninguna perspectiva de matrimonio es desgracia suficiente, sin necesidad además de lucir un aspecto descuidado.

Bajaba las escaleras, ya con mi vestido nuevo y un peinado aceptable, cuando alguien llamó a la puerta. Me apresuré a bajar y me escabullí hasta la salita, donde me senté a toda prisa y empecé a ojear el primer libro que alcancé, aparentando la mayor de las calmas, ¡habrías estado orgullosa de mi compostura!

El libro resultó ser un tratado de jardinería “para la buena esposa”, coletilla que como te puedes imaginar me irritó sobremanera. Arrojé el libro lejos de mí y me dio tiempo a tomar otro (un poemario, creo) antes de que la puerta de la salita se abriera de nuevo para dar paso a mi padre y a un joven por completo desconocido al que trataba con una familiaridad pasmosa.

Imagínate la escena: mi padre, apenas más alto que el viejo poni con el que aprendimos a montar, ¿lo recuerdas? Legbroken, se llamaba; mi padre, decía, el pelo blanco, las orejas tan picudas como peludas, la frente arrugada, los ojos hundidos bajo las bolsas, la nariz más peluda aún… en fin, qué te voy a decir. No has estado fuera tanto tiempo como para olvidar el aspecto de mi anciano padre, sobre todo porque, perdida del todo la esperanza de entretener invitados esa noche, se había vestido con su vieja levita verde oscuro, acolchada con franela roja, como bien sabes.

Junto a él, como decía, un joven. Ya que eres una mujer casada y yo una modesta doncella, no entraré en detalles sobre la buena planta y el magnífico porte del caballero, al que mi padre me presentó como…

No, permíteme que prolongue la intriga un poco más. ¡Quiero hacerte rabiar todo lo que pueda, hasta que te arrepientas de tu ridícula idea de casarte con un capitán de fragata!

Un joven, repito, de unos veintipocos años; alto, pero no tanto como para resultar ridículo a mi lado; cabellos oscuros, ensortijados; frente despejada; ojos de color avellana; nariz recta y bien formada; una boca carnosa sin llegar a ser demasiado sensual y una barbilla voluntariosa… Todos los rasgos propios de una mente inteligente, opiniones bien formadas, un carácter recto… ¡y qué pantorrillas, Margo!

Dejé el libro a un lado con la mayor indiferencia, me puse en pie y le ofrecí mi mano de inmediato en el momento en que mi padre me dijo… ¿estás preparada, Margo?

—Demelza, querida —me dijo—. Este es el señor Myerscough, tu primo.

Ojalá pudiera ver tu cara en este momento, y ojalá hubieras podido ver la mía en aquel. A duras penas conseguí ocultar mi turbación; sin duda un leve rumor debió asomar a mis mejillas. ¡Mi primo, el que debía heredarlo todo en el momento en que mi padre muriera!


Puedes encontrar el libro completo aquí.



19 agosto 2024

Niños del desamparo

  Estoy de vacaciones y no escribo cosas nuevas. 

Sin embargo, hay cosas viejas que quizá no conozcas. Aquí te dejo una muestra. 




–Los niños de la casa grande han desaparecido –dice papá.

He entreabierto la puerta de la cochera y sostengo la hoja metálica con mi cuerpo. Pesa. Papá no me mira. Mira por encima de mi cabeza, hacia el fondo, por si los niños estuvieran ahí. Cree que no me doy cuenta, sus ojos se vuelven hacia mí a tal velocidad que, si hubiera parpadeado, me habría perdido el momento en el que escudriñaba el interior de la cochera.

–Quédate aquí –me dice, y sin pensarlo acaricia la culata de su escopeta de perdigones. Asiento. Los hombres están armados y nerviosos: lo mejor es que me quite de en medio. Papá asiente también, comprende que he comprendido–. Vendré a buscarte.

Se pasa la escopeta a la mano izquierda para liberar la derecha. La puerta de la cochera, de chapa pintada de verde intenso, pesa. Doy un paso hacia atrás, y observo entre las sombras cómo papá agarra la manija y tira hacia él. La puerta se cierra con un sonido metálico y crujiente. Es el polvo, el polvo reseco del campo que se mete por todos los resquicios.

Me quedo en la penumbra de la cochera. Huele a tierra, a hojas secas de olivo, a telarañas antiguas, mustias, encogidas sobre sí mismas y cubiertas de la arena finísima y blanca del campo. La cochera es un rectángulo en el que caben dos tractores, uno detrás de otro, aunque ninguno de ellos es muy grande; ni siquiera tienen cabina. El que hay más cerca de la puerta es verde y lleva enganchado un trillo rojo. El que se aparca detrás es amarillo. Nunca lo he visto usar y está cubierto por una capa espesa de tierra. Detrás, apoyado contra la pared encalada, hay un rodillo apisonador. Es un cilindro de metal abollado y sucio, lo bastante grande como para que, de ser hueco, yo cupiera dentro, y lo bastante pesado como para convertir todos mis huesos en astillas si me pasara por encima.

Debe de ser cerca del mediodía; el sol cae de pleno sobre la era y el interior de la cochera se oscurece. Empiezo a tener hambre. No he comido nada desde anoche, que cenamos tomates en rodajas con sal y buñuelos de pan con perejil. El recuerdo de los buñuelos me llena la boca de sabor a ajo y mi estómago gruñe. Nada más salir de la cochera, a la izquierda de la rampa por la que suben los tractores, hay una mata de yerbabuena. Papá no ha cerrado la puerta con llave; quizá si soy lo bastante rápida pueda salir, arramblar con un puñado y volver antes de que nadie me vea. Casi puedo olerla, casi puedo sentir el polvo rechinar entre mis dientes mientras la mastico. El sabor de la tierra y el sabor de la mata, a la vez.

Mi estómago gruñe de nuevo. La rampa está demasiado a la vista; todos los cortijos dan a la era, un espacio despejado y salpicado de socavones que, de vez en cuando, rellenan con kilos y kilos de chinos que van echando con un volquete y repartiendo con palas. En el centro de la era hay dos olmos y a su tronco, fino y blanqueado por el sol, hay atados por cadenas dos dóberman que parecen dormir, abotargados por el calor. A mí no me engañan. Están ahí para ladrar en cuanto perciben algo extraño a su alrededor, a veces mucho antes de que sus amos lo noten. En lo que a mí respecta, siempre ladran en el peor momento, como anoche.

Las matas de yerbabuena están demasiado a la vista de la era y demasiado cerca de mi casa, donde a estas horas debería estar mamá haciendo la comida. Siempre aguanta hasta que la bombona está en las últimas, y me la imagino agarrándola por las asas de color naranja y dándole vueltas para menear el gas y que le dure solo un poco más, hasta que los garbanzos estén tiernos. Al lado, en la mesita de formica, tendrá un barreño con agua y Mistol, y el trapo de cuadros listo para entrar en acción. Aunque se me ocurre que quizá hoy, con lo que ha pasado, no haya tenido ánimo para cocinar. Quizá cuando papá vuelva tendrá que conformase con un mingo empapado en aceite, un poco de chorizo y algunas aceitunas.

Tengo que olvidarme de la yerbabuena. Empiezo a deambular con desgana por la cochera, arrastrando los pies por el suelo de cemento, a sabiendas de que voy arrancando trocitos a mi paso. Todo se deshace: cal de las paredes se desconcha, el mortero se desmorona, el suelo se erosiona. Camino sobre una capa crujiente de materiales diversos, arañados a todo lo que me rodea.

Al fondo de la cochera hay un ventanuco. Es tan pequeño que nadie se ha molestado en ponerle rejas, a pesar de que da a la parte de atrás de los cortijos, a un camino de tierra que transcurre junto al arroyo. Me quito las zapatillas y me subo al rodillo; mis pies sudados van dejando marcas oscuras sobre su superficie. Me estiro todo lo que puedo para agarrar el pestillo entre los dedos y tiro hacia abajo con todas mis fuerzas. El ventanuco se abre con un estruendo que retumba en la cochera y durante unos minutos me quedo quieta, pegada a la pared, mientras mi corazón bombea sangre a mil por hora. Si la ventana diera a la era, el sonido habría alertado a todos los hombres que pululan por los alrededores. Por este lado, en cambio, las zarzas de la orilla y el escándalo del arroyo lo habrán absorbido.

Me asomo con cuidado. Me aferro al marco de madera del ventanuco, cuya pintura verde se descascarilla al tacto, dejando ver la madera de olivo reseca y oscura de debajo. El camino está desierto; las matas de jaramagos se agitan bajo el sol en medio de una nube de insectos golosos. Un grupo de mujeres se acerca por mi derecha; las oigo antes de verlas, de vez en cuando gritan con desgana el nombre de los niños de la casa grande.

Todavía no están preocupadas. A medida que se acercan, me encojo contra la pared. Es mejor que no me vean, es mejor que no recuerden que los niños de la casa grande no son los únicos que rondan la era. Pronto están tan cerca que les veo las caras: ropa de diario, expresión de fastidio. Todavía piensan que es una travesura; que aparecerán tarde o temprano. Quizá, en ese mismo momento, estén en casa de alguno de sus primos mientras todos los buscan. Ni siquiera se asoman al arroyo que, en esta parte, forma un meandro que ha ido excavando un cauce profundo y después lo ha ensanchado. Hasta un adulto podría ahogarse ahí. Pero los tallos largos de los jaramagos y las hojas oscuras de las ortigas están intactas, y los niños de la casa grande nunca cruzan a la otra orilla, donde la tierra pertenece a otro.

Las mujeres se alejan, sin verme. Lo último que oigo de ellas son unas risas apagadas. A nadie le importan realmente los niños de la casa grande. Durante un rato, les alegró que sirvieran de excusa para olvidarse de sus quehaceres. A medida que se acerca la hora de comer, sin embargo, empiezan a poder con ellas el aburrimiento y el fastidio.

En cuanto se pierden de vista, alargo el brazo por el lado exterior de la pared. El polvo blanco me araña la piel y me estiro un poco más. Al pie del muro crece una parra. Nadie la plantó allí; quizá la raíz llevara décadas enterrada bajo la casa y haya ido labrando su camino durante años. Papá la descubrió y llevó piedras blancas hasta dibujar un semicírculo a su alrededor, para atrapar la plantita contra la pared. También le puso una guía, un listón de madera salido de a saber dónde. La parrita se aferró a él, se olvidó del suelo y empezó a crecer hacia arriba. Alargo la mano hasta dar con las primeras hojas y las sigo hasta sentir lo que busco: los pámpanos. Los voy enganchando entre los dedos y cuando ya no puedo más y siento que el brazo se me va a salir del hombro doy un tirón y los arranco todos a la vez, con tanto ímpetu que caigo hacia atrás y acabo en el suelo, rodeada de una nube de tierra y hojas secas.

Si el ventanuco diera al lateral en vez de a la parte trasera, podría saltar hasta el huerto, aunque a estas alturas del año no habrá ahí nada que merezca la pena, salvo que hayan vuelto a brotar las fresas.

El año pasado, el señor de la casa grande plantó fresas y echaron un fruto diminuto, cubierto de pelusa, de un color rojo intenso. Papá fue el primero en descubrirlo y me llevó a verlo.

–Mira, una fresa –me dijo.

Antes de que pudiera reaccionar la arranqué, me la metí en la boca y me la tragué con su corola y todo. No me pareció nada especial. A papá sí que se lo debía parecer, porque se puso furioso. Se arrancó la correa de las trabillas, se sentó en un tocón, me puso sobre sus rodillas y me azotó hasta que se le cansó el brazo mientras yo observaba aquella matita escuálida. Seguía sin verle nada especial y, además, ¿qué iban a hacer en la casa grande con una sola fresa? Ni siquiera estaba tan buena.

Termino de mordisquear mis pampanitos y los tiro al suelo, machacados e inservibles. Pensar en la azotaina me ha provocado un picorcito familiar entre las piernas. Me siento en el suelo, apoyo la espalda contra la pared y me chupo los dedos de la mano derecha antes de meterme la mano en las bragas para darme gustito.

Es una sensación agradable y frustrante a la vez: siempre siento que está actividad tendría que llevar a algo. Como siempre, lo único que consigo es seguir y seguir hasta adormilarme.


Puedes encontrar el libro completo aquí.


 



12 agosto 2024

Villamatojo

 Estoy de vacaciones y no escribo cosas nuevas. 

Sin embargo, hay cosas viejas que quizá no conozcas. Aquí te dejo una muestra. 

 


Como todas las personas mayores, la abuela siempre hablaba a gritos por teléfono.

–Y en la despensa –le decía en ese momento–, hay conservas de las mías.

Magda pensó en su abuela haciendo las conservas; esas manos viejas, arrugadas, con la piel de lagarto fría y escamosa, y las venas gruesas como gusanos morados. Se estremeció de asco.

–Llevaremos nuestra propia comida, gracias –le dijo, esforzándose por disimular su desprecio: a fin de cuentas la vieja les estaba prestando la casa.

–Como quieras, niña –contestó la abuela, un poco confundida; intuía el rechazo, pero no era capaz de identificarlo–. Solo acuérdate de que están en una caja, no están a la vista… Búscalas. Todo lo que hay allí es para comérselo. Coged lo que necesitéis. Hay ropa de abrigo, mantas… de todo.

La irritación de Magda iba en aumento. Forzó la despedida antes de perder la paciencia y decir algo inadecuado. No podía arriesgarse a perder la casa: ese año no tenían dinero para unas vacaciones de verdad.

Colgó, apretando el botón rojo tan fuerte que se lastimó el dedo, y después soltó el teléfono inalámbrico en su soporte para que volviera a cargar. Se masajeó el cuello: había estado sosteniendo el aparato entre la oreja y el hombro. Estaba muy ocupada haciendo las maletas, necesitaba las dos manos libres.

Salían esa misma tarde, en cuanto su marido volviese del trabajo, y todavía quedaba mucho por empaquetar. En su dormitorio, con los brazos en jarras, miró las pilas de ropa a su alrededor. ¿Por dónde iba antes de que la abuela la interrumpiera con sus estupideces?

Metió en la maleta de los niños un par de camisetas más y la imprescindible rebequita por si refrescaba, antes de que le llegaran los berridos de Pelayo desde el salón.

–Joder.

El dichoso niño se pasaba la vida llorando, y ella arrepintiéndose del capricho premenopáusico que había llevado a su concepción.

–¡Jimena! –gritó–. Ocúpate de tu hermano.

–¡Voy! –le contestó la muchacha, a voces pero con desgana.

Otra que tal. Dichosa adolescencia. A veces le daban ganas de mandarla a los veintitantos de una buena hostia.

Terminó por fin de preparar el equipaje e hizo un último repaso general. Llevaban más pertrechos que una falange romana, y aún así siempre se le olvidaba algo de vital importancia.

–Me rindo –les dijo a las maletas, mochilas, bolsas y paquetes esparcidos a su alrededor. Cerró la última cremallera, se fue a la cocina, cerró la puerta y se sirvió una copa de vino que se tomó de pie, en silencio, sola.

El trayecto en coche apenas había durado dos horas de puro infierno. El imbécil de su marido se tensaba y reconcentraba sobre sí mismo cada vez que tenía que conducir, dejando que ella lidiara con los niños como buenamente pudiera desde el asiento del copiloto.

–¡Por dios, Jimena, juega con tu hermano! –gritó en un momento de desesperación. La muchacha no se inmutó; a veces Magda pensaba que les había pedido esos absurdos, enormes, auriculares rosa para poder fingir a gusto que no les oía.

–¡Jimena! –insistió Magda, gritando por encima de los berridos del niño. La chica separó al fin los ojos de la pantalla del móvil y los dirigió, indiferentes, inexpresivos, hacia su madre.

–¿Qué?

–¡Tu hermano está llorando!

–¿Y qué quieres que le haga yo?

–¡Lo que sea! ¡Cántale una canción!

Como si le hubieran impuesto el peor de los tormentos, Jimena se volvió hacia la sillita de su hermano y empezó a desgranar “Brilla, brilla, estrellita”, aportándole un aire fúnebre enteramente de su cosecha.

–Sigue llorando –anunció antes de terminar la primera estrofa y, colocándose los cascos, volvió a mirar la pantalla del móvil.

–¡Joder! –¿es que tenía que hacerlo todo ella misma?– Brilla, brilla, estrellita… –cantó con furia hasta que el niño, agotado de tanto llorar, se durmió.

Villamatojo del Pardillo, así lo llamaba ella. A Magda, que se había criado en la capital, le costaba creer que su familia procediera de un pueblo en mitad del valle de Me-Importa-Un-Bledo. Estaba harta de oír historias de gente muerta hace tiempo, y de la añoranza con la que hablaban del terruño. Si tanto les gustaba el pueblo, que no se hubieran ido. Pero claro, los viejos son así: como su presente es una mierda, no les queda otra que idealizar el pasado. Desde luego ella no iba a caer en la trampa de lo bucólico, aunque, las cosas como eran, debía reconocer que el pueblo era bonito. Bonito para un rato, al menos. Las calles del casco antiguo eran estrechas, retorcidas, orgánicas; casi era posible imaginárselas como los tentáculos de un ser vivo. No había aceras, ni direcciones de tráfico: si tu coche cabía por una calle, es que podía pasar por allí. El suelo era de cemento y piedras, con un surco en medio para que corriera la reguera de agua. Y las casas eran de madera, piedra y tejas, ocupando una superficie muy pequeña en la planta baja, y cada vez más en las superiores, como pirámides invertidas, hasta el punto que en algunas calles las casas de ambos lados se tocaban, formando túneles de madera vista y cal viva, reforzados con piedra y ladrillo visto en las esquinas.

De pequeña, a Jimena le había encantado. Decía que era el pueblo de los cuentos. Ahora apenas apartaba la mirada de la pantalla de su móvil, pensó Magda con irritación, y por pura costumbre le lanzó una mirada furibunda a su marido, que se encogió.

–¿Cuántas vueltas planeas dar? –le espetó.

–Es que no me gusta aparcar donde la iglesia.

Por supuesto: el único sitio donde la calle se ensanchaba, y justo a su marido no le parecía bien.

–Pues aparca donde sea ya de una vez.

–Sí, sí…

Joder. ¿Tenía que ser siempre tan sumiso? A Magda la sacaba de quicio. Apenas podía reprimir su furia mientras Rodrigo intentaba aparcar, repitiendo la misma maniobra una y otra vez. Desde luego, es que no fallaba: cuanto más sitio tenía, peor aparcaba. Magda estaba convencida de que lo hacía adrede para irritarla.

En cuanto el motor se detuvo, el niño salió de su atolondramiento y empezó a llorar de nuevo.

–¡Joder, Pelayo! –exclamó Magda, saliendo a toda prisa del coche y golpeándose la cabeza de paso. Sacó al bebé de la sillita con manos temblorosas: el llanto quejumbroso de su hijo la ponía de los nervios.

Cuando llegaron a la casa empezaba a anochecer, y los vecinos ya estaban en la puerta, sentados en sillones plegables de playa; ellas, con sus batas de flores; ellos, con sus bigotitos pasados de moda, sus camisas blancas y sus pantalones de pinzas subidos casi hasta las axilas; todos ancianísimos pasada ya la ochentena.

–Buenas noches –saludó Magda. La abuela le había pedido que diera recuerdos a los vecinos, uno por uno, pero Magda no estaba para tonterías. Eran los amigos de la infancia de la vieja, no los suyos. En lo que a ella respectaba eran poco más que parte del paisaje.

–Hombre, hola –le contestaron los vecinos, con genuina alegría–. ¿Qué, a pasar las vacaciones?

–Sí –contestó en los que esperaba que fuera un tono cortante, lanzando reojos a su marido, que no atinaba con las llaves–. ¿Abres o qué?

Rodrigo dio un respingo.

–Sí, sí.

–Esa manía de cerrar con llave –le dijo el vecino, cuando ya Rodrigo conseguía abrir–. Aquí no hacemos esas cosas. La vida se hace en la calle, con las puertas abiertas…

–Pues yo prefiero cerrarla, gracias –le cortó Magda. Y, entrando en la casa, les dio un portazo en las narices.

Jimena había subido directamente al sobrao: el único sitio donde podía conseguir cobertura. Probablemente no la verían hasta la hora de la cena; tanto mejor porque estaba insoportable. Rodrigo había entrado al comedor y trasteaba con los botones de la televisión, sin conseguir otra cosa que interferencias y estática. Magda no sabía por qué se empeñaba, año tras año. Era una batalla perdida. Alguien tendría que subirse al tejado y recolocar la antena, pero al inútil de su marido le daban miedo las alturas, y ella desde luego no pensaba hacerlo.

El niño se despertó a las siete de la mañana y empezó a llorar. Magda lo cogió en brazos y bajó a la cocina a prepararle un biberón. En el hueco de la cocina los berridos del niño se amplificaban y levantaban ecos por toda la casa, pero Magda no se hacía ilusiones; ya podía hartarse de llorar, el padre de la criatura nunca se daba por aludido. Por supuesto, Magda podía despertarlo. Él se lo había pedido en innumerables ocasiones. “Ya sabes que yo cuando duermo no me entero de nada. Despiértame si necesitas ayuda”. Tan amable, tan solícito, tan dócil. Era simplemente insoportable: Magda no lo despertaba para no tener que hablar con él. Si dormía hasta mediodía, medio día de aguantarlo que se ahorraba.

Se vistió, se colgó al niño en la mochila portabebés, y salió a la calle. Ya que había madrugado, al menos desayunaría churros. Cerró la puerta con llave detrás de ella, acordándose de los vecinos. “La vida se hace en la calle”, le habían dicho. Claro que sí. ¡Para poder cotillear a gusto! Pues a ella que no la esperaran. No pensaba rebajarse a su nivel.

Cruzó el túnel y subió por una de las calles más rectas del casco antiguo, trastabillando por el pavimento irregular, pasando de un lado a otro de la reguera para esquivar la porquería. ¿Qué era aquello? El pueblo siempre estaba impoluto, eso al menos sí que lo tenía. Unos metros más adelante, un hombre estaba tendido en el suelo, bocabajo. Tenía la ropa rota, y apestaba. Un borracho, pensó. Magda contuvo la respiración al pasar a su lado. Seguramente era un turista. Cómo odiaba a los turistas. Se paseaban por el pueblo embobados, diciendo estupideces como que parece el escenario de una película y sintiéndose muy especiales por haberlo descubierto, como si las redes sociales no estuvieran llenas de fotos hechas por cientos de imbéciles como ellos. Y si ahora encima les iba a dar por beber… Los lugareños tenían sus cosas, pero al menos no se desplomaban borrachos en mitad de la calle. De pronto el agua de la reguera le dio un asco infinito. A saber si, cauce arriba, había pasado por el cuerpo de otro como este.

Siguió subiendo la cuesta y pasó por el segundo túnel pero, antes de llegar a la plaza, se detuvo. Había mucha gente para la hora que era. Parecían pasear, pero no caminaban con normalidad; avanzaban despacio, a trompicones, sin dirección definida, contorsionando su cuerpo de maneras extrañas. ¿Sería una de esas costumbres típicas que ella encontraba incomprensibles? Pero no, no podía ser. Podían fingir los andares, incluso la palidez. Pero ¿quién querría fingir aquel olor?

El niño, que se había quedado dormido en la mochila, mecido por contoneo de sus caderas, notó la ausencia de movimiento y se despertó, llorando. El berrido retumbó en la plaza porticada y cincuenta, cien cabezas se volvieron hacia ellos. Magda reparó entonces en las miradas ausentes, las bocas desencajadas. El corazón se le vino a la garganta y se quedó paralizada, invadida por el terror más puro que había sentido jamás.

Iban hacia ella.

Se dio la vuelta y echó a correr, tropezando, calle abajo. El niño no paraba de gritar, y atraía a más engendros de las calles adyacentes. Le tapó la boca con una mano, perdió el equilibrio, cayó de rodillas, se volvió a levantar. Estaba a punto de llegar al punto donde antes había visto al borracho: lo vio, intentando incorporarse, la misma mirada, la misma boca que el resto. También quería atraparla. Todos querían atraparla. Y lo iban a conseguir; estaban cada vez más cerca. No llegaría a la casa. Aunque llegara, estaban pegados a ella; no le daría tiempo a abrir la puerta. Dios. ¿Por qué habría cerrado la estúpida puerta con llave? Necesitaba al menos unos segundos de ventaja. Casi la tenían. Notaba sus manos frías y húmedas en los brazos, en la espalda, intentando sujetarla. Si no conseguía sacarles un poco de ventaja la atraparían.

Ni lo pensó. Se llevó la mano a la espalda, y soltó los cierres de la mochila portabebés. El niño cayó al suelo envuelto en la loneta de colores, y ella saltó limpiamente por encima, haciendo caso omiso de su llanto. En pocos segundos cesaría, ahogado por otros ruidos; los crujidos y chasquidos de muchas mandíbulas mordiendo huesos, arrancando carne, rompiendo cartílago.

Magda dejó a sus perseguidores atrás. La casa estaba ahí mismo. Sacó la llave del bolsillo, pero no le hizo falta usarla: justo cuando llegaba, Rodrigo abría la puerta.

–Me ha parecido oír…

Magda lo empujó, entró en la casa y cerró la puerta detrás de ellos.

–¡Cállate! –siseó, y le puso la mano en la boca, tapándosela.

Echó el cerrojo y la llave, y después comprobó que las ventanas de la planta baja estaban cerradas a cal y canto.

El sonido de la manada se acercaba. El niño les había sabido a poco. La habían perseguido hasta allí, aunque creía que no habían visto dónde había entrado. La calle se llenó del sonido de pies arrastrados, crujidos de articulaciones, gemidos hambrientos.

–¿Qué son esas cosas? –preguntó Rodrigo, en un murmullo.

–No lo sé. Han intentado atraparme.

–Espera, ¿y el niño?

A Magda se le llenaron los ojos de lágrimas.

–Se me cayó. Lo llevaba en brazos y se me cayó.

–¡Tenemos que salir a buscarlo!

–No –lloriqueó Magda–. Se lo han…

–Oh, dios mío. Oh, dios mío.

Jimena eligió ese momento para aparecer en el pie de la escalera.

–¿Vosotros tenéis cobertura? –preguntó–. Llevo desde anoche sin poder usar el móvil.

–Jimena… –le dijo su padre, lloroso.

–¿Qué os pasa ahora?


Puedes encontrar el libro completo aquí.


05 agosto 2024

Crónicas funestas

 Estoy de vacaciones y no escribo cosas nuevas. 

Sin embargo, hay cosas viejas que quizá no conozcas. Aquí te dejo una muestra. 



Ciertamente, para dedicarse a la política no es necesario ser estúpido; de la misma forma, para ser estúpido no es necesario dedicarse a la política. Sin embargo, Funesto Abripio no había querido privarse de nada y aunaba ambas facetas sin la menor dificultad.

Si se dejaba aparte su cerebro, Funesto era un extraordinario ejemplar de ser humano: a sus cincuenta años todavía era más alto y fuerte que la mayoría de sus paisanos. No tenía ni una cana en sus cabellos negros ni una arruga que le quitara protagonismo a sus ojos oscuros. Como viudo, Abripio disfrutaba de una amplia popularidad entre las mujeres del pueblo; como alcalde, también entre los hombres.

Gobernar Equile no requería de ningún talento especial. Era este un pueblecito tranquilo y próspero, situado en la campiña que se extendía al pie de la montaña; funcionaba prácticamente solo, por la fuerza de la tradición y de la inercia. El puesto de alcalde ni siquiera era electivo, ni democrática ni dedocráticamente, sino que parecía pasar con naturalidad de una persona a la siguiente cuando llegaba el momento. Con todo, Funesto estaba muy orgulloso de su cargo y esperaba que con el tiempo lo heredara alguno de sus hijos mayores, que eran tan altos, tan fuertes, tan morenos y tan populares entre las mozas como él.

Y luego estaba su tercer hijo.

Coso Abripio era pequeño y esmirriado sin remedio. Tenía el pelo lacio y de color paja seca, las orejas de soplillo y los ojos de un azul pálido que recordaba a los peces muertos del mercado. A un cuello corto y delgado, con una nuez desmesurada, le seguían unos hombritos estrechos, unos bracitos delgados y unas manos delicadas y suaves como las de una mujer. Por respeto a quienes esto lean no hablaremos de su cuerpo huesudo, ni de sus piernas combadas ni, por supuesto, mencionaremos sus pies. De hecho, quizá haríamos bien en olvidar que tenía pies.

Coso Abripio le había salido a su madre; el problema era que le había salido mal. Donde ella tuvo hebras de oro, él tenía puñados de estopa; si ella tuvo una tez alabastrina, él tenía una piel blancuzca; donde ella tuvo los ojos como el mar, él los tenía como un charco. No era de extrañar que la pobre mujer se hubiera muerto después del parto, probablemente de la impresión.

Los vecinos de Equile, por respeto al alcalde, decían que Coso no era feo, solo desagradable a la vista. Por lo tanto, procuraban verle lo menos posible, y lo mismo hacían su padre y sus hermanos, que a menudo se olvidaban de su existencia. No era exactamente que se avergonzaran de él; se trataba más bien de que apenas lo reconocían como un ser humano, ya no digamos como un miembro de su familia. Coso era, por compararlo con algo, como el burro viejo que habían heredado de su abuelo, que seguía en el establo solo porque no parecía merecer que alguien perdiera el tiempo en sacrificarlo.

Podríamos decir que Coso aceptaba su suerte con la abnegación de una Cenicienta, lo que pasa es que sería mentira. Es verdad que él no se quejaba, no iba en su carácter. Se inclinaba más por entregarse al servilismo abyecto e hipócrita mientras dejaba que el rencor se le enquistara hasta envenenarle la sangre.

Era virgo, como su madre.

En el verano que nos ocupa, Coso tenía casi dieciocho años y un plan. Se había colado en su mente una mañana, mientras frotaba con cera el suelo de tablones de pino, y había ido creciendo y tomando forma mientras hacía cerveza, planchaba la ropa u horneaba galletas. La última pieza había encajado una espléndida tarde de mayo, mientras remendaba calcetines usando el viejo huevo de madera que había sido de su madre.

Estaba listo, solo tendría que esperar el momento apropiado.

La cosecha se le hizo eterna aquel año. El campo nunca le había parecido tan grande, ni el trigo tan abundante, ni el sol tan ardiente. Por supuesto, Coso Abripio no participaba en las labores del campo, de las que se le había eximido por su delicada condición o, como decían los aldeanos a espaldas del alcalde, por ser un inútil. Pero podía ver cómo se afanaban los demás desde su ventana, cuando se sentía inclinado a mirar; solo con eso ya le entraba mucha fatiga.

A alguien que no tiene otra cosa que hacer salvo esperar para ejecutar su plan maestro, el verano puede parecerle infinito como los campos de trigo. Sin embargo, al final, la era se siega, las espigas se trillan, el grano se almacena y los aldeanos, con los bolsillos llenos de monedas, están listos para divertirse en la plaza del pueblo, bajo la luz de la luna y de tímidos farolillos de colores. Comer hasta reventar, beber hasta perder el sentido, bailar hasta caer rendido y palparle el trasero, quizá algo más, a una muchacha; ¿qué más se podía desear, si además uno era alto y guapo y simpático, justo las tres cosas que Coso no era?

Durante la verbena, oculto entre las sombras de los soportales, Coso Abripio observaba a esos seres que el Dios Luna-Sol le había entregado como parientes, y en concreto a su padre y a sus hermanos; casi todo el mundo en el pueblo era familiar suyo en un grado u otro, si se paraba a pensarlo. Sin duda se trataba de un malentendido a nivel cósmico. Pero él, que desde muy niño había sacrificado pajarillos en altares improvisados para rogarle al Dios Luna-Sol que le cambiara por otro, no había perdido la fe por eso, y no la iba a perder. Después de tantos años, cualquiera habría llegado a la conclusión de que el Dios no le quería responder; Coso, en cambio, decidió que el silencio era, en sí mismo, un mensaje. Uno muy claro: búscate la vida. Eso era precisamente lo que pretendía hacer.

Poco después de la medianoche, su padre y sus hermanos ya estaban borrachos como cubas. Agotamiento, insolación y alcohol siempre combinaban bien, especialmente después del tentempié que Coso les había ido suministrando entre cerveza y cerveza y que se componía, en su mayor parte, de setas alucinógenas, adormidera y ajo, para dar sabor. Apenas si podían andar y murmuraban incoherencias que hacían las delicias de los aldeanos. ¡Se estaban riendo, y no de él! Al unirse a las risas, Coso sintió un calorcito en el pecho: era el nunca experimentado sentido de pertenencia. ¿Era esto lo que sentían los demás todo el rato?, se preguntó, mientras su padre se acercaba a él con los brazos extendidos para abrazarle.

Sí, estaba extremadamente borracho.

–¡Coso, hijo mío…! –empezó a decir, y acto seguido vomitó a los pies del susodicho, que se apartó lanzando un gritito ridículo.

Toda la plaza estalló en carcajadas. Ahora sí, pensó Coso, se reían de él. Volvía a estar en terreno conocido.

–Se acabó –dijo–. Nos vamos.

A su padre y a sus hermanos no les quedaban fuerzas para resistirse. Los ayudó a subirse cada uno a su caballo, donde se sostuvieron de milagro, y emprendió el camino a casa a pie, tirando de las riendas de los tres, maldiciendo por lo bajo.

A Coso la palabra asesinato le parecía muy fuerte: él prefería “accidente”. Cuando uno llega a casa borracho, se acuesta en su jergón de paja y se olvida de apagar la vela, los accidentes ocurren. Especialmente si tu hermano pequeño te ha envenenado con setas alucinógenas, ha encerado el suelo con aceite de oliva, ha bajado las mantas del desván, las ha amontonado en el hueco de la escalera y les ha prendido fuego. Le puede ocurrir a cualquiera, se dijo Coso mientras el fuego trepaba por la barandilla como una enredadera roja.

Se quedó mirándolo, hipnotizado. ¿Qué pensaría el Dios Luna-Sol? ¿Estaría orgulloso de él? ¿O se avergonzaría? Si era así, todavía no era tarde; solo tenía que despertar a su familia. Pero no lo hizo. El Dios Luna-Sol estaba de su lado, el fuego había prendido con fuerza en las mantas y empezaba a correr por el suelo, por los escalones. Pronto llegó al piso de arriba; en nada, gracias a las cortinas, estaría en el techo. Coso se las había apañado para hacer el sacrificio definitivo, el que cambiaría su suerte para siempre.

La madera crujió a su alrededor. Espantado, Coso se dio cuenta de que, si no se daba prisa, se convertiría en su primera víctima. Salió de la casa y se encaminó hacia el establo. Días atrás había escondido su equipaje detrás del abrevadero; sus cosas seguían allí, pero los caballos habían desaparecido. Estúpido, estúpido, se dijo. Seguramente se había dejado la puerta abierta y habían huido espantados por el humo.

¿Y ahora, qué?

Miró alrededor, buscando una respuesta.

Por desgracia para él, lo único que encontró fue un burro.


Puedes encontrar el libro completo aquí.