Estoy de vacaciones y no escribo cosas nuevas.
Sin embargo, hay cosas viejas que quizá no conozcas. Aquí te dejo una muestra.
Ciertamente, para
dedicarse a la política no es necesario ser estúpido; de la misma forma, para
ser estúpido no es necesario dedicarse a la política. Sin embargo, Funesto
Abripio no había querido privarse de nada y aunaba ambas facetas sin la menor
dificultad.
Si se dejaba aparte su cerebro, Funesto
era un extraordinario ejemplar de ser humano: a sus cincuenta años todavía era más
alto y fuerte que la mayoría de sus paisanos. No tenía ni una cana en sus
cabellos negros ni una arruga que le quitara protagonismo a sus ojos oscuros.
Como viudo, Abripio disfrutaba de una amplia popularidad entre las mujeres del
pueblo; como alcalde, también entre los hombres.
Gobernar Equile no requería de ningún
talento especial. Era este un pueblecito tranquilo y próspero, situado en la
campiña que se extendía al pie de la montaña; funcionaba prácticamente solo,
por la fuerza de la tradición y de la inercia. El puesto de alcalde ni siquiera
era electivo, ni democrática ni dedocráticamente, sino que parecía pasar con
naturalidad de una persona a la siguiente cuando llegaba el momento. Con todo,
Funesto estaba muy orgulloso de su cargo y esperaba que con el tiempo lo
heredara alguno de sus hijos mayores, que eran tan altos, tan fuertes, tan
morenos y tan populares entre las mozas como él.
Y luego estaba su tercer hijo.
Coso Abripio era pequeño y esmirriado
sin remedio. Tenía el pelo lacio y de color paja seca, las orejas de soplillo y
los ojos de un azul pálido que recordaba a los peces muertos del mercado. A un
cuello corto y delgado, con una nuez desmesurada, le seguían unos hombritos
estrechos, unos bracitos delgados y unas manos delicadas y suaves como las de
una mujer. Por respeto a quienes esto lean no hablaremos de su cuerpo huesudo,
ni de sus piernas combadas ni, por supuesto, mencionaremos sus pies. De hecho,
quizá haríamos bien en olvidar que tenía pies.
Coso Abripio le había salido a su madre;
el problema era que le había salido mal. Donde ella tuvo hebras de oro, él
tenía puñados de estopa; si ella tuvo una tez alabastrina, él tenía una piel blancuzca;
donde ella tuvo los ojos como el mar, él los tenía como un charco. No era de
extrañar que la pobre mujer se hubiera muerto después del parto, probablemente de
la impresión.
Los vecinos de Equile, por respeto al
alcalde, decían que Coso no era feo, solo desagradable a la vista. Por lo tanto,
procuraban verle lo menos posible, y lo mismo hacían su padre y sus hermanos,
que a menudo se olvidaban de su existencia. No era exactamente que se
avergonzaran de él; se trataba más bien de que apenas lo reconocían como un ser
humano, ya no digamos como un miembro de su familia. Coso era, por compararlo
con algo, como el burro viejo que habían heredado de su abuelo, que seguía en
el establo solo porque no parecía merecer que alguien perdiera el tiempo en
sacrificarlo.
Podríamos decir que Coso aceptaba su
suerte con la abnegación de una Cenicienta, lo que pasa es que sería mentira. Es
verdad que él no se quejaba, no iba en su carácter. Se inclinaba más por entregarse
al servilismo abyecto e hipócrita mientras dejaba que el rencor se le
enquistara hasta envenenarle la sangre.
Era virgo, como su madre.
En el verano que nos ocupa, Coso tenía
casi dieciocho años y un plan. Se había colado en su mente una mañana, mientras
frotaba con cera el suelo de tablones de pino, y había ido creciendo y tomando
forma mientras hacía cerveza, planchaba la ropa u horneaba galletas. La última
pieza había encajado una espléndida tarde de mayo, mientras remendaba
calcetines usando el viejo huevo de madera que había sido de su madre.
Estaba listo, solo tendría que esperar
el momento apropiado.
La cosecha se le hizo eterna aquel año.
El campo nunca le había parecido tan grande, ni el trigo tan abundante, ni el
sol tan ardiente. Por supuesto, Coso Abripio no participaba en las labores del
campo, de las que se le había eximido por su delicada condición o, como decían
los aldeanos a espaldas del alcalde, por ser un inútil. Pero podía ver cómo se
afanaban los demás desde su ventana, cuando se sentía inclinado a mirar; solo
con eso ya le entraba mucha fatiga.
A alguien que no tiene otra cosa que
hacer salvo esperar para ejecutar su plan maestro, el verano puede parecerle
infinito como los campos de trigo. Sin embargo, al final, la era se siega, las
espigas se trillan, el grano se almacena y los aldeanos, con los bolsillos
llenos de monedas, están listos para divertirse en la plaza del pueblo, bajo la
luz de la luna y de tímidos farolillos de colores. Comer hasta reventar, beber
hasta perder el sentido, bailar hasta caer rendido y palparle el trasero, quizá
algo más, a una muchacha; ¿qué más se podía desear, si además uno era alto y
guapo y simpático, justo las tres cosas que Coso no era?
Durante la verbena, oculto entre las
sombras de los soportales, Coso Abripio observaba a esos seres que el Dios
Luna-Sol le había entregado como parientes, y en concreto a su padre y a sus
hermanos; casi todo el mundo en el pueblo era familiar suyo en un grado u otro,
si se paraba a pensarlo. Sin duda se trataba de un malentendido a nivel
cósmico. Pero él, que desde muy niño había sacrificado pajarillos en altares
improvisados para rogarle al Dios Luna-Sol que le cambiara por otro, no había
perdido la fe por eso, y no la iba a perder. Después de tantos años, cualquiera
habría llegado a la conclusión de que el Dios no le quería responder; Coso, en
cambio, decidió que el silencio era, en sí mismo, un mensaje. Uno muy claro:
búscate la vida. Eso era precisamente lo que pretendía hacer.
Poco después de la medianoche, su padre
y sus hermanos ya estaban borrachos como cubas. Agotamiento, insolación y
alcohol siempre combinaban bien, especialmente después del tentempié que Coso
les había ido suministrando entre cerveza y cerveza y que se componía, en su
mayor parte, de setas alucinógenas, adormidera y ajo, para dar sabor. Apenas si
podían andar y murmuraban incoherencias que hacían las delicias de los
aldeanos. ¡Se estaban riendo, y no de él! Al unirse a las risas, Coso sintió un
calorcito en el pecho: era el nunca experimentado sentido de pertenencia. ¿Era
esto lo que sentían los demás todo el rato?, se preguntó, mientras su padre se
acercaba a él con los brazos extendidos para abrazarle.
Sí, estaba extremadamente borracho.
–¡Coso, hijo mío…! –empezó a decir, y
acto seguido vomitó a los pies del susodicho, que se apartó lanzando un gritito
ridículo.
Toda la plaza estalló en carcajadas.
Ahora sí, pensó Coso, se reían de él. Volvía a estar en terreno conocido.
–Se acabó –dijo–. Nos vamos.
A su padre y a sus hermanos no les quedaban
fuerzas para resistirse. Los ayudó a subirse cada uno a su caballo, donde se
sostuvieron de milagro, y emprendió el camino a casa a pie, tirando de las
riendas de los tres, maldiciendo por lo bajo.
A Coso la palabra
asesinato le parecía muy fuerte: él prefería “accidente”. Cuando uno llega a
casa borracho, se acuesta en su jergón de paja y se olvida de apagar la vela,
los accidentes ocurren. Especialmente si tu hermano pequeño te ha envenenado
con setas alucinógenas, ha encerado el suelo con aceite de oliva, ha bajado las
mantas del desván, las ha amontonado en el hueco de la escalera y les ha
prendido fuego. Le puede ocurrir a cualquiera, se dijo Coso mientras el fuego
trepaba por la barandilla como una enredadera roja.
Se quedó mirándolo, hipnotizado. ¿Qué
pensaría el Dios Luna-Sol? ¿Estaría orgulloso de él? ¿O se avergonzaría? Si era
así, todavía no era tarde; solo tenía que despertar a su familia. Pero no lo
hizo. El Dios Luna-Sol estaba de su lado, el fuego había prendido con fuerza en
las mantas y empezaba a correr por el suelo, por los escalones. Pronto llegó al
piso de arriba; en nada, gracias a las cortinas, estaría en el techo. Coso se
las había apañado para hacer el sacrificio definitivo, el que cambiaría su suerte
para siempre.
La madera crujió a su alrededor. Espantado,
Coso se dio cuenta de que, si no se daba prisa, se convertiría en su primera
víctima. Salió de la casa y se encaminó hacia el establo. Días atrás había
escondido su equipaje detrás del abrevadero; sus cosas seguían allí, pero los
caballos habían desaparecido. Estúpido, estúpido, se dijo. Seguramente se había
dejado la puerta abierta y habían huido espantados por el humo.
¿Y ahora, qué?
Miró alrededor, buscando una respuesta.
Por desgracia para él, lo único que
encontró fue un burro.
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