Estoy de vacaciones y no escribo cosas nuevas.
Sin embargo, hay cosas viejas que quizá no conozcas. Aquí te dejo una muestra.
Querida
Margo,
Tu ridícula
idea de casarte con un capitán de fragata es sólo superada por tu idea, más
ridícula aún, de embarcar con él y seguirle a todos lados.
¡Jamaica! ¿De
verdad es una isla? Estaba absolutamente convencida de que se trataba de un
tipo de azúcar. Dices que partirás en breve, porque las mareas y el
almirantazgo son ahora los dueños de tu destino. ¡Y esperas que te perdone por
no asistir a la fiesta en honor de mi cumpleaños! Por supuesto que te
perdonaré, amiga cruel, pero únicamente porque, al privarme del placer de tu
compañía, me has regalado el más delicioso aún de recrearme contándote los
detalles. Así que prepárate, Margo; busca un rincón cómodo, si es que en la
marina disponen de tal cosa, y hazme dueña de tu tiempo una vez más.
El 25 de
enero de 1800, el día en el que tuve el increíble descaro de cumplir
veinticinco años a pesar de estar soltera, amaneció con un cielo grisáceo del
que la lluvia helada parecía caer con desgana. En cuanto Maggie abrió las
cortinas de mi habitación corrí hacia la ventana, limpié con el dorso de la
mano el vaho de los cristales y descubrí, con gran desasosiego, que los caminos
debían de estar total y absolutamente embarrados, desesperadamente
intransitables, imposibles de cruzar para los invitados a mi fiesta.
Ay, mi
querida Margo, ¿existe peor desgracia en la vida que haber nacido en enero? Tú,
que a menudo te quejas de haber nacido un 31 de octubre, deberías tener más
sentido: al menos sabes que, si el tiempo no te acompaña, serán las ánimas las
que lo hagan.
Pasé el día
malhumorada, a ratos deseando que un milagro despejara los caminos, a ratos,
que el cielo se abriera sobre nuestras cabezas para que todo el mundo fuera tan
desgraciado como yo. Vagué por Wedgwood como alma en pena, castigando con mi
mal humor a todo el que tenía la desgracia de cruzarse en mi camino… o lo que
es lo mismo, a mi padre, que aquel día había decidido abandonar la biblioteca
para hacerme compañía y que sin duda tuvo motivos sobrados para arrepentirse.
Pero tuviste
la amabilidad de preguntarme por su salud y yo, deseosa de hacerte partícipe de
mis felices nuevas, estoy siendo negligente a la hora de responderte. Te diré
ahora que se encuentra bien, dentro de lo que su avanzada edad permite, y me
atreveré a suplicarte que seas paciente; ahondaré en detalles enseguida.
Por supuesto,
temimos que fuera necesario cancelar el baile. Más aún: temimos que ni siquiera
fuera necesario cancelarlo, ya que nadie podría acudir. Nuestra certeza de que
así sería llegó a ser tan absoluta que abandonamos por completo todos los
preparativos de última hora, hasta el punto que Maggie dedicó gran parte del
día a preguntarse qué hacer con las ingentes cantidades de sopa blanca, jamón,
queso y exquisiteces de todo tipo que había preparado para nuestros invitados,
y que mi padre y yo, especialmente él con su delicado estómago, jamás seríamos
capaces de consumir.
Al caer la
tarde, de un humor muy poco apropiado para una mujer que cumple veinticinco
años, incluso si aún está soltera, me dirigí a mis aposentos a cambiarme para
la cena. Las flores de eléboro que adornaban la escalera, sujetas con citas de
color perla, parecían burlarse de mí.
Puse todo el
cuidado en mi tocado y en mi vestido, sin embargo, porque cumplir veinticinco y
no tener ninguna perspectiva de matrimonio es desgracia suficiente, sin
necesidad además de lucir un aspecto descuidado.
Bajaba las
escaleras, ya con mi vestido nuevo y un peinado aceptable, cuando alguien llamó
a la puerta. Me apresuré a bajar y me escabullí hasta la salita, donde me senté
a toda prisa y empecé a ojear el primer libro que alcancé, aparentando la mayor
de las calmas, ¡habrías estado orgullosa de mi compostura!
El libro
resultó ser un tratado de jardinería “para la buena esposa”, coletilla que como
te puedes imaginar me irritó sobremanera. Arrojé el libro lejos de mí y me dio
tiempo a tomar otro (un poemario, creo) antes de que la puerta de la salita se
abriera de nuevo para dar paso a mi padre y a un joven por completo desconocido
al que trataba con una familiaridad pasmosa.
Imagínate la
escena: mi padre, apenas más alto que el viejo poni con el que aprendimos a
montar, ¿lo recuerdas? Legbroken, se llamaba; mi padre, decía, el pelo blanco,
las orejas tan picudas como peludas, la frente arrugada, los ojos hundidos bajo
las bolsas, la nariz más peluda aún… en fin, qué te voy a decir. No has estado
fuera tanto tiempo como para olvidar el aspecto de mi anciano padre, sobre todo
porque, perdida del todo la esperanza de entretener invitados esa noche, se
había vestido con su vieja levita verde oscuro, acolchada con franela roja,
como bien sabes.
Junto a él,
como decía, un joven. Ya que eres una mujer casada y yo una modesta doncella,
no entraré en detalles sobre la buena planta y el magnífico porte del
caballero, al que mi padre me presentó como…
No, permíteme
que prolongue la intriga un poco más. ¡Quiero hacerte rabiar todo lo que pueda,
hasta que te arrepientas de tu ridícula idea de casarte con un capitán de
fragata!
Un joven,
repito, de unos veintipocos años; alto, pero no tanto como para resultar ridículo
a mi lado; cabellos oscuros, ensortijados; frente despejada; ojos de color
avellana; nariz recta y bien formada; una boca carnosa sin llegar a ser
demasiado sensual y una barbilla voluntariosa… Todos los rasgos propios de una
mente inteligente, opiniones bien formadas, un carácter recto… ¡y qué
pantorrillas, Margo!
Dejé el libro
a un lado con la mayor indiferencia, me puse en pie y le ofrecí mi mano de
inmediato en el momento en que mi padre me dijo… ¿estás preparada, Margo?
—Demelza, querida —me dijo—. Este
es el señor Myerscough, tu primo.
Ojalá pudiera ver tu cara en este momento, y ojalá hubieras podido ver la mía en aquel. A duras penas conseguí ocultar mi turbación; sin duda un leve rumor debió asomar a mis mejillas. ¡Mi primo, el que debía heredarlo todo en el momento en que mi padre muriera!
Puedes encontrar el libro completo aquí.