Estoy de vacaciones y no escribo cosas nuevas.
Sin embargo, hay cosas viejas que quizá no conozcas. Aquí te dejo una muestra.
El hotel tenía fama de ser el
más alto y lujoso del planeta.
En él todo era alto y
lujoso: la fachada de cristal más alta y lujosa, la sala de fiestas más alta y
lujosa, situada convenientemente en la última planta, para que no quedara la
más mínima duda sobre su altura y su lujo, rodeada por los jardines más altos y
más lujosos, si es que un jardín puede ser lujoso: alto estaba, eso seguro.
La primera vez que
Loli había oído hablar del hotel había pensado que tanta altura y tanto lujo sólo
podían haber sido ideados por alguien muy pequeño y miserable. Sus sospechas se
habían confirmado al conocer al propietario, un hombrecito insignificante que
sin duda tenía mucho que compensar. Otro que también tenía mucho que compensar
era el arquitecto, en este caso en el departamento de inteligencia básica. Se
rumoreaba que el propietario del hotel le había encargado “un edificio que
reflejara la grandeza de nuestra marca”, y la respuesta del arquitecto había
sido recubrir todo el exterior con grandes paneles de espejo. No se podía negar
que el resultado era… espectacular.
Especialmente de noche, cuando más que reflejar su grandeza reflejaba la de los
edificios circundantes. Se había llegado a dar el caso de que algún aspirante a
huésped del hotel más grande y más lujoso del planeta había sido incapaz de
encontrarlo y había acabado pasando la noche en algún otro de los alrededores,
quizá no tan alto ni tan lujoso, pero al menos susceptible de ser detectado a
simple vista.
El diseño del hotel
tenía defensores y detractores. Algunos opinaban que aquella magna obra era en
realidad un magno coprolito. Sin embargo, otros opinaban que el arte no debía
estar sujeto a la practicidad y que el arquitecto era un genio. Loli, que lo acababa
de conocer, estaba bastante segura de que no era ese el caso. El pobre hombre
era estúpido a más no poder.
El arquitecto,
precisamente, era una de las personas a las que Espinosa le había obligado a
saludar. Aquel amago de persona se había quedado mirando a Loli con la boca
abierta, y no había sido capaz ni de estrecharle la mano, ni de darle un beso,
ni de hacer ningún tipo de saludo que la chica hubiera sido capaz de reconocer.
Espinosa había roto el silencio incómodo que se había hecho a continuación
llevándosela en volandas hacia el siguiente corrillo y presentándole a tres o
cuatro personas más, todas ellas igual de desagradables, aunque no tan
descaradas como el arquitecto.
En esa fiesta
interminable Loli había descubierto con espanto que el colegio, con todas sus
amarguras, había sido en realidad un espacio protegido, donde la rodeaban
personas que para bien o para mal estaban acostumbradas a ella y la trataban
con normalidad. Una normalidad distante y fría, sí, pero normalidad al fin y al
cabo. Ella se había atrevido a soñar con que el mundo que había fuera sería
diferente; sin embargo, se había dado cuenta de que para la gente que lo
habitaba ella no era más que una curiosidad: se la quedaban mirando,
descaradamente o con disimulo; las mujeres se tapaban la boca para cuchichear
con sus acompañantes y los hombres la miraban con descaro, como a una presa.
¿Y estos eran quienes
la tenían que ayudar? El mal humor de Loli había ido en aumento a lo largo de
toda la velada, llenándola de una rabia nunca antes desconocida, hasta llegar a
un punto en el que incluso Espinosa se había dado cuenta y la había animado a
salir al jardín a dar un paseo.
–Es muy bonito –le
había dicho.
–Sí, muy alto y
lujoso –había contestado Loli, incluso sabiendo que Espinosa era totalmente
inmune a la ironía.
Pero Espinosa le
había sorprendido esta vez.
–Es lo más cerca de
casa que vas a estar en mucho tiempo –le había susurrado al oído.
De alguna forma
extraña y retorcida, pensó Loli, tenía razón.
Salió al jardín y, al
verse sola, sintió un extraño alivio. En el colegio siempre se sentía vigilada
y en las raras ocasiones en las que Espinosa la había sacado de allí había sido
sólo para llevarla escoltada a todas partes. Incluso en edificios cerrados,
considerados seguros, nunca la dejaba alejarse demasiado: cada vez que Loli
tenía que ir al baño, él se quedaba en posición de firme delante de la puerta.
Quizá se estaba empezando a relajar, se dijo la chica, mirando la vegetación
que rodeaba la sala de fiestas como un anillo de colores.
–El más alto, el más
lujoso –murmuró para sí al contemplar el despliegue de plantas de aspecto
tropical, arcos decorativos y fuentes que la rodeaban.
El suelo, por
supuesto, estaba pulido como un espejo y reflejaba el cielo y las plantas con
tal perfección que Loli parecía flotar rodeada de estrellas. Sólo había
avanzado unos pasos cuando se le ocurrió una idea. Se detuvo y, separando las
piernas, miró hacia abajo.
Sí, ahí estaban sus
bragas, rodeadas de las varias capas de tul rojo que componían la falda de su
vestido. Quizá el arquitecto no era tan estúpido como parecía. Lo que sí estaba
claro es que era un cerdo.
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