Estaba empezando a refrescar. A la vieja y malvada bruja le gustaba el frío. En verano la gente suda y cuando, pongamos por caso, persigues a un niño para comértelo, cuesta más agarrarlo para echarlo al caldero. Porque resbala y eso. Por otra parte, en invierno era más difícil saber si el niño estaba lo bastante gordito como para asarlo, o era un saco de huesos que solo servía para hacer sopa. Eso estaba bien. A la bruja le gustaban las sorpresas, siempre y cuando acabaran con ella tumbada en su camastro, la tripa hinchada de tanto comer, las mandíbulas exhaustas de tanto masticar y los ojitos bizcos por... bueno, la vieja y malvada bruja siempre tenía los ojitos bizcos. Decía que le daban perspectiva.
Aquel primer día de frescor otoñal, la bruja salió de su cabaña, tomó aire puro, empezó a toser por la falta de costumbre (el ambiente en el interior de la cabaña era de todo menos puro, de hecho, en ocasiones se podía cortar con un cuchillo; otras veces hubiera sido necesaria una sierra mecánica) y tuvo que apoyarse en la jamba de la puerta hasta que le pasó el ataque.
Fue entonces cuando notó que había algo raro en el bosque, y no era el aire puro, una molestia a la que ya estaba más que acostumbrada. Era un sonido... molesto, chillón, irritante, que le ponía los pelos de las verrugas de punta. Parecían... sí, lo eran: risas de niños.
La bruja sintió escalofríos. Una gota de sudor helado resbaló, trabajosamente, por la costra de roña que cubría su espalda. Los niños, de uno en uno y así, cociditos, le resultaban muy agradables. En grupos grandes y poco hechos, qué diantres, literalmente crudos, y encima alegres, ya le parecían un poco peor.
La bruja pensó que tenía que alejarlos de su cabaña de inmediato. No debía resultarle difícil: la gente tendía a evitar esa zona por instinto. Y por sentido del olfato. Sobre todo, lo segundo.
La vieja y malvada bruja se tiró al suelo e hizo la croqueta por el verdín hasta que sus ropas negras adquirieron un tono más acorde a las labores de ocultación en el bosque. Después, a cuatro patas, de arbusto en arbusto, se aproximó al grupito. Estaba formado por un grupito de niños vestidos como imbéciles, liderado por un imbécil vestido de niño. La bruja los observó, boquiabierta, mientras "montaban el campamento", que básicamente consistía en sacar un trozo de tela de una bolsa plana, lanzarla al aire que se convirtiera en una pequeña casa de tela con un "plop". Pronto el claro estuvo poblado de casas de tela azul y techos redondeados, no mucho más altas que una persona. Esperaba que los niños no crecieran mucho, porque era imposible hacer vida normal ahí.
Acto seguido, los niños encendieron un fuego, cogieron ramitas en las que ensartaron trozos de algo blanco, se sentaron alrededor de la hoguera con las cositas blancas sobre el fuego y empezaron a cantar.
La bruja arrugó el entrecejo. La roña de su cara crujió y la bruja se dislocó un músculo del esfuerzo. Pero arrugó el entrecejo. Estaba claro que aquellos niños formaban un Aquelarre, y que habían decidido instalarse en su territorio. La vieja y malvada bruja jamás habría permitido una afrenta así. Bueno, es cierto que sí permitía las Reuniones Secretas de Plenilunio en el Claro del Bosque Junto a la Peña con Forma de Cabrito, pero eran solo una vez al mes, y si caían en jueves se suspendía para no coincidir con la noche de bingo en la taberna del pueblo.
Pero esto era inadmisible.
Esperó pacientemente a que terminaran de cantar, contaran cuentos supuestamente de miedo y, finalmente, se dirigieran a sus casitas para dormir. Qué clase de brujas dormían de noche, era otro misterio que tendría que resolver. Después de mucho rato de risitas y cuchicheos, por fin, el claro quedó en un silencio solo a ratos interrumpido por algún ronquido.
La bruja se echó las manos a la cabeza, rebuscó entre sus cabellos enmarañados y sacó al murciélago que anidaba ahí. Lo dejó cabeza abajo en una rama, observando el claro con sus ojitos como de canica. La gente, había notado la bruja, tendía a golpearle en la cabeza, y aunque la costra formada por su pelo solía resistir y el murciélago nunca había sufrido el menor daño, ella no deseaba correr riesgos innecesarios.
La bruja entró en la primera casita, agarró de una oreja a la primera bruja invasora / niño vestido de imbécil, y lo sacó de un tirón. Salvo lo que salió no fue un niño. O sí. Pero se había transformado en una especie de capullo de colorinchis, de la misma tela que la casita, del que solo sobresalía la cabeza.
La bruja se quedó estupefacta. Pero no tanto como cuando la cabeza abrió un ojo, luego otro, luego sacó una mano de las profundidades del capullo y lo abrió de arriba a abajo con un suave "ziiiiiiiiip". El niño salió del capullo como si fuera lo más normal del mundo, miró a la bruja de arriba a abajo, se volvió a frotar los ojos y soltó un tremenda carcajada.
-¡Caray! Este año os habéis superado.
La bruja no supo qué contestar. La verdad era que se sentía superada, sí.
Aquel primer día de frescor otoñal, la bruja salió de su cabaña, tomó aire puro, empezó a toser por la falta de costumbre (el ambiente en el interior de la cabaña era de todo menos puro, de hecho, en ocasiones se podía cortar con un cuchillo; otras veces hubiera sido necesaria una sierra mecánica) y tuvo que apoyarse en la jamba de la puerta hasta que le pasó el ataque.
Fue entonces cuando notó que había algo raro en el bosque, y no era el aire puro, una molestia a la que ya estaba más que acostumbrada. Era un sonido... molesto, chillón, irritante, que le ponía los pelos de las verrugas de punta. Parecían... sí, lo eran: risas de niños.
La bruja sintió escalofríos. Una gota de sudor helado resbaló, trabajosamente, por la costra de roña que cubría su espalda. Los niños, de uno en uno y así, cociditos, le resultaban muy agradables. En grupos grandes y poco hechos, qué diantres, literalmente crudos, y encima alegres, ya le parecían un poco peor.
La bruja pensó que tenía que alejarlos de su cabaña de inmediato. No debía resultarle difícil: la gente tendía a evitar esa zona por instinto. Y por sentido del olfato. Sobre todo, lo segundo.
La vieja y malvada bruja se tiró al suelo e hizo la croqueta por el verdín hasta que sus ropas negras adquirieron un tono más acorde a las labores de ocultación en el bosque. Después, a cuatro patas, de arbusto en arbusto, se aproximó al grupito. Estaba formado por un grupito de niños vestidos como imbéciles, liderado por un imbécil vestido de niño. La bruja los observó, boquiabierta, mientras "montaban el campamento", que básicamente consistía en sacar un trozo de tela de una bolsa plana, lanzarla al aire que se convirtiera en una pequeña casa de tela con un "plop". Pronto el claro estuvo poblado de casas de tela azul y techos redondeados, no mucho más altas que una persona. Esperaba que los niños no crecieran mucho, porque era imposible hacer vida normal ahí.
Acto seguido, los niños encendieron un fuego, cogieron ramitas en las que ensartaron trozos de algo blanco, se sentaron alrededor de la hoguera con las cositas blancas sobre el fuego y empezaron a cantar.
La bruja arrugó el entrecejo. La roña de su cara crujió y la bruja se dislocó un músculo del esfuerzo. Pero arrugó el entrecejo. Estaba claro que aquellos niños formaban un Aquelarre, y que habían decidido instalarse en su territorio. La vieja y malvada bruja jamás habría permitido una afrenta así. Bueno, es cierto que sí permitía las Reuniones Secretas de Plenilunio en el Claro del Bosque Junto a la Peña con Forma de Cabrito, pero eran solo una vez al mes, y si caían en jueves se suspendía para no coincidir con la noche de bingo en la taberna del pueblo.
Pero esto era inadmisible.
Esperó pacientemente a que terminaran de cantar, contaran cuentos supuestamente de miedo y, finalmente, se dirigieran a sus casitas para dormir. Qué clase de brujas dormían de noche, era otro misterio que tendría que resolver. Después de mucho rato de risitas y cuchicheos, por fin, el claro quedó en un silencio solo a ratos interrumpido por algún ronquido.
La bruja se echó las manos a la cabeza, rebuscó entre sus cabellos enmarañados y sacó al murciélago que anidaba ahí. Lo dejó cabeza abajo en una rama, observando el claro con sus ojitos como de canica. La gente, había notado la bruja, tendía a golpearle en la cabeza, y aunque la costra formada por su pelo solía resistir y el murciélago nunca había sufrido el menor daño, ella no deseaba correr riesgos innecesarios.
La bruja entró en la primera casita, agarró de una oreja a la primera bruja invasora / niño vestido de imbécil, y lo sacó de un tirón. Salvo lo que salió no fue un niño. O sí. Pero se había transformado en una especie de capullo de colorinchis, de la misma tela que la casita, del que solo sobresalía la cabeza.
La bruja se quedó estupefacta. Pero no tanto como cuando la cabeza abrió un ojo, luego otro, luego sacó una mano de las profundidades del capullo y lo abrió de arriba a abajo con un suave "ziiiiiiiiip". El niño salió del capullo como si fuera lo más normal del mundo, miró a la bruja de arriba a abajo, se volvió a frotar los ojos y soltó un tremenda carcajada.
-¡Caray! Este año os habéis superado.
La bruja no supo qué contestar. La verdad era que se sentía superada, sí.
-¿No deberíamos despertar a los demás? -preguntó el niño. La bruja abrió la boca y la volvió a cerrar. No estaba segura de si era una trampa-. ¡Eh! ¡Despertad!
De las casitas empezaron a salir niños en diferentes grados de somnolencia. Algunos arrastraban sus capullos como si se tratara de la piel muerta de una serpiente... La bruja se relamió ante la idea de llenar la despensa con todas aquellas pieles. Pero antes tenía problemas más urgentes.
-¿Qué pasa?
-¡Una bruja!
-Jajajaja, este año se han superado.
-¡Venid todos!
La bruja se encontró perfectamente rodeada de niños. La mayoría la miraban, mientras que algunos se afanaban en encender la hoguera que habían apagado cuidadosamente antes de irse a dormir, y otros aprovechaban la ocasión para sacar más de aquellas cosas blancas y zampárselas crudas.
-Eh... -dijo la bruja, para ganar tiempo.
-Lobatos -intervino el único adulto presente-. Somos lobatos.
La bruja asintió. Cambiaformas, eso lo explicaba todo.
-Yo soy Tocomojo.
Un coro de risotadas la rodeó, pero el adulto chistó para que se callaran.
-Bienvenida, Tocomojo. ¿has venido para darnos nuestras huellas?
La bruja se estremeció. Estos cambiaformas practicaban una magia oscura y peligrosa.
-No -dijo.
-¡A la hoguera entonces! -gritó uno de los niños.
-¡Sí!
La bruja estaba rodeada de poderosos enemigos. Un sudor frío le recorrió la espina dorsal haciendo un tortuoso recorrido debido a la escoliosis. Hizo un gesto para que el murciélago volviera a refugiarse en las marañas de su pelo. Tenía que salir de allí cuanto antes.
Por desgracia, los malvados cambiaformas no le dieron oportunidad. La rodearon, soltando alaridos, la llevaron a empujones junto a la hoguera, y cuando ya creía que la iban a asar viva, la hicieron sentarse, le pusieron entre las manos un palito con una de esas extrañas cosas blancas, y se sentaron a su alrededor, expectantes.
La bruja se vio indefensa. No sabía qué tenía entre las manos ni qué efecto tendría si intentaba hacer magia. Estaba rodeada y sin posibilidades de escapar. Y tenía que pensar en la seguridad de su murciélago. Tenía que ganar tiempo, con la esperanza de que, al amanecer, los cambiaformas perdieran algo de su energía. Carraspeó, tomó aire, y dijo:
-Había una vez una bruja...
Los cambiaformas emitieron grititos de felicidad.
Podía conseguirlo, pensó la bruja. Iba a salir de esta.
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