05 agosto 2024

Crónicas funestas

 Estoy de vacaciones y no escribo cosas nuevas. 

Sin embargo, hay cosas viejas que quizá no conozcas. Aquí te dejo una muestra. 



Ciertamente, para dedicarse a la política no es necesario ser estúpido; de la misma forma, para ser estúpido no es necesario dedicarse a la política. Sin embargo, Funesto Abripio no había querido privarse de nada y aunaba ambas facetas sin la menor dificultad.

Si se dejaba aparte su cerebro, Funesto era un extraordinario ejemplar de ser humano: a sus cincuenta años todavía era más alto y fuerte que la mayoría de sus paisanos. No tenía ni una cana en sus cabellos negros ni una arruga que le quitara protagonismo a sus ojos oscuros. Como viudo, Abripio disfrutaba de una amplia popularidad entre las mujeres del pueblo; como alcalde, también entre los hombres.

Gobernar Equile no requería de ningún talento especial. Era este un pueblecito tranquilo y próspero, situado en la campiña que se extendía al pie de la montaña; funcionaba prácticamente solo, por la fuerza de la tradición y de la inercia. El puesto de alcalde ni siquiera era electivo, ni democrática ni dedocráticamente, sino que parecía pasar con naturalidad de una persona a la siguiente cuando llegaba el momento. Con todo, Funesto estaba muy orgulloso de su cargo y esperaba que con el tiempo lo heredara alguno de sus hijos mayores, que eran tan altos, tan fuertes, tan morenos y tan populares entre las mozas como él.

Y luego estaba su tercer hijo.

Coso Abripio era pequeño y esmirriado sin remedio. Tenía el pelo lacio y de color paja seca, las orejas de soplillo y los ojos de un azul pálido que recordaba a los peces muertos del mercado. A un cuello corto y delgado, con una nuez desmesurada, le seguían unos hombritos estrechos, unos bracitos delgados y unas manos delicadas y suaves como las de una mujer. Por respeto a quienes esto lean no hablaremos de su cuerpo huesudo, ni de sus piernas combadas ni, por supuesto, mencionaremos sus pies. De hecho, quizá haríamos bien en olvidar que tenía pies.

Coso Abripio le había salido a su madre; el problema era que le había salido mal. Donde ella tuvo hebras de oro, él tenía puñados de estopa; si ella tuvo una tez alabastrina, él tenía una piel blancuzca; donde ella tuvo los ojos como el mar, él los tenía como un charco. No era de extrañar que la pobre mujer se hubiera muerto después del parto, probablemente de la impresión.

Los vecinos de Equile, por respeto al alcalde, decían que Coso no era feo, solo desagradable a la vista. Por lo tanto, procuraban verle lo menos posible, y lo mismo hacían su padre y sus hermanos, que a menudo se olvidaban de su existencia. No era exactamente que se avergonzaran de él; se trataba más bien de que apenas lo reconocían como un ser humano, ya no digamos como un miembro de su familia. Coso era, por compararlo con algo, como el burro viejo que habían heredado de su abuelo, que seguía en el establo solo porque no parecía merecer que alguien perdiera el tiempo en sacrificarlo.

Podríamos decir que Coso aceptaba su suerte con la abnegación de una Cenicienta, lo que pasa es que sería mentira. Es verdad que él no se quejaba, no iba en su carácter. Se inclinaba más por entregarse al servilismo abyecto e hipócrita mientras dejaba que el rencor se le enquistara hasta envenenarle la sangre.

Era virgo, como su madre.

En el verano que nos ocupa, Coso tenía casi dieciocho años y un plan. Se había colado en su mente una mañana, mientras frotaba con cera el suelo de tablones de pino, y había ido creciendo y tomando forma mientras hacía cerveza, planchaba la ropa u horneaba galletas. La última pieza había encajado una espléndida tarde de mayo, mientras remendaba calcetines usando el viejo huevo de madera que había sido de su madre.

Estaba listo, solo tendría que esperar el momento apropiado.

La cosecha se le hizo eterna aquel año. El campo nunca le había parecido tan grande, ni el trigo tan abundante, ni el sol tan ardiente. Por supuesto, Coso Abripio no participaba en las labores del campo, de las que se le había eximido por su delicada condición o, como decían los aldeanos a espaldas del alcalde, por ser un inútil. Pero podía ver cómo se afanaban los demás desde su ventana, cuando se sentía inclinado a mirar; solo con eso ya le entraba mucha fatiga.

A alguien que no tiene otra cosa que hacer salvo esperar para ejecutar su plan maestro, el verano puede parecerle infinito como los campos de trigo. Sin embargo, al final, la era se siega, las espigas se trillan, el grano se almacena y los aldeanos, con los bolsillos llenos de monedas, están listos para divertirse en la plaza del pueblo, bajo la luz de la luna y de tímidos farolillos de colores. Comer hasta reventar, beber hasta perder el sentido, bailar hasta caer rendido y palparle el trasero, quizá algo más, a una muchacha; ¿qué más se podía desear, si además uno era alto y guapo y simpático, justo las tres cosas que Coso no era?

Durante la verbena, oculto entre las sombras de los soportales, Coso Abripio observaba a esos seres que el Dios Luna-Sol le había entregado como parientes, y en concreto a su padre y a sus hermanos; casi todo el mundo en el pueblo era familiar suyo en un grado u otro, si se paraba a pensarlo. Sin duda se trataba de un malentendido a nivel cósmico. Pero él, que desde muy niño había sacrificado pajarillos en altares improvisados para rogarle al Dios Luna-Sol que le cambiara por otro, no había perdido la fe por eso, y no la iba a perder. Después de tantos años, cualquiera habría llegado a la conclusión de que el Dios no le quería responder; Coso, en cambio, decidió que el silencio era, en sí mismo, un mensaje. Uno muy claro: búscate la vida. Eso era precisamente lo que pretendía hacer.

Poco después de la medianoche, su padre y sus hermanos ya estaban borrachos como cubas. Agotamiento, insolación y alcohol siempre combinaban bien, especialmente después del tentempié que Coso les había ido suministrando entre cerveza y cerveza y que se componía, en su mayor parte, de setas alucinógenas, adormidera y ajo, para dar sabor. Apenas si podían andar y murmuraban incoherencias que hacían las delicias de los aldeanos. ¡Se estaban riendo, y no de él! Al unirse a las risas, Coso sintió un calorcito en el pecho: era el nunca experimentado sentido de pertenencia. ¿Era esto lo que sentían los demás todo el rato?, se preguntó, mientras su padre se acercaba a él con los brazos extendidos para abrazarle.

Sí, estaba extremadamente borracho.

–¡Coso, hijo mío…! –empezó a decir, y acto seguido vomitó a los pies del susodicho, que se apartó lanzando un gritito ridículo.

Toda la plaza estalló en carcajadas. Ahora sí, pensó Coso, se reían de él. Volvía a estar en terreno conocido.

–Se acabó –dijo–. Nos vamos.

A su padre y a sus hermanos no les quedaban fuerzas para resistirse. Los ayudó a subirse cada uno a su caballo, donde se sostuvieron de milagro, y emprendió el camino a casa a pie, tirando de las riendas de los tres, maldiciendo por lo bajo.

A Coso la palabra asesinato le parecía muy fuerte: él prefería “accidente”. Cuando uno llega a casa borracho, se acuesta en su jergón de paja y se olvida de apagar la vela, los accidentes ocurren. Especialmente si tu hermano pequeño te ha envenenado con setas alucinógenas, ha encerado el suelo con aceite de oliva, ha bajado las mantas del desván, las ha amontonado en el hueco de la escalera y les ha prendido fuego. Le puede ocurrir a cualquiera, se dijo Coso mientras el fuego trepaba por la barandilla como una enredadera roja.

Se quedó mirándolo, hipnotizado. ¿Qué pensaría el Dios Luna-Sol? ¿Estaría orgulloso de él? ¿O se avergonzaría? Si era así, todavía no era tarde; solo tenía que despertar a su familia. Pero no lo hizo. El Dios Luna-Sol estaba de su lado, el fuego había prendido con fuerza en las mantas y empezaba a correr por el suelo, por los escalones. Pronto llegó al piso de arriba; en nada, gracias a las cortinas, estaría en el techo. Coso se las había apañado para hacer el sacrificio definitivo, el que cambiaría su suerte para siempre.

La madera crujió a su alrededor. Espantado, Coso se dio cuenta de que, si no se daba prisa, se convertiría en su primera víctima. Salió de la casa y se encaminó hacia el establo. Días atrás había escondido su equipaje detrás del abrevadero; sus cosas seguían allí, pero los caballos habían desaparecido. Estúpido, estúpido, se dijo. Seguramente se había dejado la puerta abierta y habían huido espantados por el humo.

¿Y ahora, qué?

Miró alrededor, buscando una respuesta.

Por desgracia para él, lo único que encontró fue un burro.


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