19 agosto 2024

Niños del desamparo

  Estoy de vacaciones y no escribo cosas nuevas. 

Sin embargo, hay cosas viejas que quizá no conozcas. Aquí te dejo una muestra. 




–Los niños de la casa grande han desaparecido –dice papá.

He entreabierto la puerta de la cochera y sostengo la hoja metálica con mi cuerpo. Pesa. Papá no me mira. Mira por encima de mi cabeza, hacia el fondo, por si los niños estuvieran ahí. Cree que no me doy cuenta, sus ojos se vuelven hacia mí a tal velocidad que, si hubiera parpadeado, me habría perdido el momento en el que escudriñaba el interior de la cochera.

–Quédate aquí –me dice, y sin pensarlo acaricia la culata de su escopeta de perdigones. Asiento. Los hombres están armados y nerviosos: lo mejor es que me quite de en medio. Papá asiente también, comprende que he comprendido–. Vendré a buscarte.

Se pasa la escopeta a la mano izquierda para liberar la derecha. La puerta de la cochera, de chapa pintada de verde intenso, pesa. Doy un paso hacia atrás, y observo entre las sombras cómo papá agarra la manija y tira hacia él. La puerta se cierra con un sonido metálico y crujiente. Es el polvo, el polvo reseco del campo que se mete por todos los resquicios.

Me quedo en la penumbra de la cochera. Huele a tierra, a hojas secas de olivo, a telarañas antiguas, mustias, encogidas sobre sí mismas y cubiertas de la arena finísima y blanca del campo. La cochera es un rectángulo en el que caben dos tractores, uno detrás de otro, aunque ninguno de ellos es muy grande; ni siquiera tienen cabina. El que hay más cerca de la puerta es verde y lleva enganchado un trillo rojo. El que se aparca detrás es amarillo. Nunca lo he visto usar y está cubierto por una capa espesa de tierra. Detrás, apoyado contra la pared encalada, hay un rodillo apisonador. Es un cilindro de metal abollado y sucio, lo bastante grande como para que, de ser hueco, yo cupiera dentro, y lo bastante pesado como para convertir todos mis huesos en astillas si me pasara por encima.

Debe de ser cerca del mediodía; el sol cae de pleno sobre la era y el interior de la cochera se oscurece. Empiezo a tener hambre. No he comido nada desde anoche, que cenamos tomates en rodajas con sal y buñuelos de pan con perejil. El recuerdo de los buñuelos me llena la boca de sabor a ajo y mi estómago gruñe. Nada más salir de la cochera, a la izquierda de la rampa por la que suben los tractores, hay una mata de yerbabuena. Papá no ha cerrado la puerta con llave; quizá si soy lo bastante rápida pueda salir, arramblar con un puñado y volver antes de que nadie me vea. Casi puedo olerla, casi puedo sentir el polvo rechinar entre mis dientes mientras la mastico. El sabor de la tierra y el sabor de la mata, a la vez.

Mi estómago gruñe de nuevo. La rampa está demasiado a la vista; todos los cortijos dan a la era, un espacio despejado y salpicado de socavones que, de vez en cuando, rellenan con kilos y kilos de chinos que van echando con un volquete y repartiendo con palas. En el centro de la era hay dos olmos y a su tronco, fino y blanqueado por el sol, hay atados por cadenas dos dóberman que parecen dormir, abotargados por el calor. A mí no me engañan. Están ahí para ladrar en cuanto perciben algo extraño a su alrededor, a veces mucho antes de que sus amos lo noten. En lo que a mí respecta, siempre ladran en el peor momento, como anoche.

Las matas de yerbabuena están demasiado a la vista de la era y demasiado cerca de mi casa, donde a estas horas debería estar mamá haciendo la comida. Siempre aguanta hasta que la bombona está en las últimas, y me la imagino agarrándola por las asas de color naranja y dándole vueltas para menear el gas y que le dure solo un poco más, hasta que los garbanzos estén tiernos. Al lado, en la mesita de formica, tendrá un barreño con agua y Mistol, y el trapo de cuadros listo para entrar en acción. Aunque se me ocurre que quizá hoy, con lo que ha pasado, no haya tenido ánimo para cocinar. Quizá cuando papá vuelva tendrá que conformase con un mingo empapado en aceite, un poco de chorizo y algunas aceitunas.

Tengo que olvidarme de la yerbabuena. Empiezo a deambular con desgana por la cochera, arrastrando los pies por el suelo de cemento, a sabiendas de que voy arrancando trocitos a mi paso. Todo se deshace: cal de las paredes se desconcha, el mortero se desmorona, el suelo se erosiona. Camino sobre una capa crujiente de materiales diversos, arañados a todo lo que me rodea.

Al fondo de la cochera hay un ventanuco. Es tan pequeño que nadie se ha molestado en ponerle rejas, a pesar de que da a la parte de atrás de los cortijos, a un camino de tierra que transcurre junto al arroyo. Me quito las zapatillas y me subo al rodillo; mis pies sudados van dejando marcas oscuras sobre su superficie. Me estiro todo lo que puedo para agarrar el pestillo entre los dedos y tiro hacia abajo con todas mis fuerzas. El ventanuco se abre con un estruendo que retumba en la cochera y durante unos minutos me quedo quieta, pegada a la pared, mientras mi corazón bombea sangre a mil por hora. Si la ventana diera a la era, el sonido habría alertado a todos los hombres que pululan por los alrededores. Por este lado, en cambio, las zarzas de la orilla y el escándalo del arroyo lo habrán absorbido.

Me asomo con cuidado. Me aferro al marco de madera del ventanuco, cuya pintura verde se descascarilla al tacto, dejando ver la madera de olivo reseca y oscura de debajo. El camino está desierto; las matas de jaramagos se agitan bajo el sol en medio de una nube de insectos golosos. Un grupo de mujeres se acerca por mi derecha; las oigo antes de verlas, de vez en cuando gritan con desgana el nombre de los niños de la casa grande.

Todavía no están preocupadas. A medida que se acercan, me encojo contra la pared. Es mejor que no me vean, es mejor que no recuerden que los niños de la casa grande no son los únicos que rondan la era. Pronto están tan cerca que les veo las caras: ropa de diario, expresión de fastidio. Todavía piensan que es una travesura; que aparecerán tarde o temprano. Quizá, en ese mismo momento, estén en casa de alguno de sus primos mientras todos los buscan. Ni siquiera se asoman al arroyo que, en esta parte, forma un meandro que ha ido excavando un cauce profundo y después lo ha ensanchado. Hasta un adulto podría ahogarse ahí. Pero los tallos largos de los jaramagos y las hojas oscuras de las ortigas están intactas, y los niños de la casa grande nunca cruzan a la otra orilla, donde la tierra pertenece a otro.

Las mujeres se alejan, sin verme. Lo último que oigo de ellas son unas risas apagadas. A nadie le importan realmente los niños de la casa grande. Durante un rato, les alegró que sirvieran de excusa para olvidarse de sus quehaceres. A medida que se acerca la hora de comer, sin embargo, empiezan a poder con ellas el aburrimiento y el fastidio.

En cuanto se pierden de vista, alargo el brazo por el lado exterior de la pared. El polvo blanco me araña la piel y me estiro un poco más. Al pie del muro crece una parra. Nadie la plantó allí; quizá la raíz llevara décadas enterrada bajo la casa y haya ido labrando su camino durante años. Papá la descubrió y llevó piedras blancas hasta dibujar un semicírculo a su alrededor, para atrapar la plantita contra la pared. También le puso una guía, un listón de madera salido de a saber dónde. La parrita se aferró a él, se olvidó del suelo y empezó a crecer hacia arriba. Alargo la mano hasta dar con las primeras hojas y las sigo hasta sentir lo que busco: los pámpanos. Los voy enganchando entre los dedos y cuando ya no puedo más y siento que el brazo se me va a salir del hombro doy un tirón y los arranco todos a la vez, con tanto ímpetu que caigo hacia atrás y acabo en el suelo, rodeada de una nube de tierra y hojas secas.

Si el ventanuco diera al lateral en vez de a la parte trasera, podría saltar hasta el huerto, aunque a estas alturas del año no habrá ahí nada que merezca la pena, salvo que hayan vuelto a brotar las fresas.

El año pasado, el señor de la casa grande plantó fresas y echaron un fruto diminuto, cubierto de pelusa, de un color rojo intenso. Papá fue el primero en descubrirlo y me llevó a verlo.

–Mira, una fresa –me dijo.

Antes de que pudiera reaccionar la arranqué, me la metí en la boca y me la tragué con su corola y todo. No me pareció nada especial. A papá sí que se lo debía parecer, porque se puso furioso. Se arrancó la correa de las trabillas, se sentó en un tocón, me puso sobre sus rodillas y me azotó hasta que se le cansó el brazo mientras yo observaba aquella matita escuálida. Seguía sin verle nada especial y, además, ¿qué iban a hacer en la casa grande con una sola fresa? Ni siquiera estaba tan buena.

Termino de mordisquear mis pampanitos y los tiro al suelo, machacados e inservibles. Pensar en la azotaina me ha provocado un picorcito familiar entre las piernas. Me siento en el suelo, apoyo la espalda contra la pared y me chupo los dedos de la mano derecha antes de meterme la mano en las bragas para darme gustito.

Es una sensación agradable y frustrante a la vez: siempre siento que está actividad tendría que llevar a algo. Como siempre, lo único que consigo es seguir y seguir hasta adormilarme.


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