13 enero 2020

En Toledo, que no hay nada que ver

¡El #relorzfunding se acaba! 
Si no has participado todavía es tu última oportunidad.



Creíamos que mi suegra se habría hecho un esguince o algo así, pero lo que había hecho era partirse el peroné, que es una cosa muy de agradecer cuando estás de vacaciones a 700 kilómetros de donde vives.
–Por suerte vuestra casa tiene ascensor, ¿no? –nos dijo, en un raro intento de optimismo. 
–Bueeeenooooo... –dijimos ZaraJota y yo porque efectivamente el edificio tiene ascensor, y ese ascensor está en el entresuelo, y hay que subir (o bajar, a elección) un tramo de escaleras bastante largo para usarlo. 
Para compensar, le dijimos que no se preocupara porque íbamos a alquilar una silla de ruedas, que es la típica cosa que todo el mundo tiene que hacer al menos una vez en la vida. Lo que pasa es que aquello compensaba poco, porque a la buena mujer no le hacía mucha gracia pasarse las navidades en una silla de ruedas. Que le parecía poco festivo, se ve.
–No te preocupes: le pongo un espumillón y unos globos y en vez de una inválida vas a parecer un árbol de navidad.
–Es que no quiero molestar y ahora os vais a pasar las navidades empujando la silla. 
–No, mujer. ¡Si vivimos en lo alto de una cuesta! Te dejamos en la acera enfilada a Madrid Río y ya te recogemos abajo si eso. 
Por motivos que desconozco, aquello tampoco pareció animarle demasiado. Con lo bonito que está Madrid Río. Y lo fresquito. 
En fin.
Que pensamos que entre lo de estar encerrada en el ave tres horas sin agua, sin luz, sin comida y sin wifi y la fractura de la pierna ya había agotado toda la mala suerte para 2019, 2020 y años venideros, así que no había peligro en llevarla a cenar a casa de mis padres. 
En nochebuena. 
Con toda mi familia.
Y más o menos así fue: todo iba razonablemente bien hasta que por motivos desconocidos mi tía de pronto dijo: 
–¿Os he contado la vez que llevé a la abuela a un sex-shop?
Yo escupí la fanta por la nariz porque estoy muy a favor de que las mujeres vivan su sexualidad libremente, siempre y cuanto no lo cuenten en mitad de la cena de nochevieja con mi suegra delante. 
Además, mi abuela va a cumplir 86 años en febrero y mi tía lleva cumpliendo 30 aproximadamente desde las olimpiadas de Barcelona, así que os podéis imaginar la imagen mental. 
Mi tía se aseguró de que tenía la atención de todo el mundo antes de despejar el trozo de mesa que tenía delante y colocar una lata de cocacola, porque ella es que es actriz y la escenografía la domina estupendamente. 
–Pues nada –empezó a decir, haciendo como que le quitaba el polvo a la lata de cocacola–, que un día la abuela y yo nos fuimos a un sex-shop de Toledo.
–¿Y eso?
O sea, que vivimos todos en Madrid. 
–Pues nada, que estábamos en Toledo, no teníamos nada que hacer y dijimos: pues nos vamos a un sex-shop –porque en Toledo no hay absolutamente nada interesante que ver y en algo tiene que entretenerse una, supongo–. Y llegamos allí y tenían una peaso p*ll*.
Y mi abuela: 
–Yo no he visto cosa igual. 
–Era como dos latas de cocacola, una encima de la otra –corroboró mi tía, señalando la cocacola que tenía delante, en adelante PRUEBA 1.
–Con sus venitas y todo. 
–Era la reproducción de la p*ll* de un actor porno famoso.
Y mi abuela: 
–Era NEGRITA.
Para entonces yo no sabía muy bien donde meterme, pero subirme la silla de ruedas y dejarme caer hasta Madrid Río empezaba a parecerme buena idea.
Pero mi tía era inasequible al desaliento.
–Total, que la abuela empezó a manosear aquello para arriba y para abajo, y yo venga a decirle: Mamá, estate quieta. Y la de la tienda: déjala, déjala a la mujer que disfrute. 
A lo que mi abuela, ya sensiblemente ruborizada pero no por vergüenza sino por los calores internos propios de una señora de casi 86 años que recuerda tiempos felices, añade: 
–Una p*ll* negra.
Francamente, teniendo en cuenta que en teoría aquello era como dos latas de cocacola una encima de la otra, me sorprende que mi abuela recordara el color. 
Mientras tanto mi tía seguía acariciando la lata para arriba y para abajo y narrando la historia como el que cuenta que ha ido a comprar el pan. 
–Total, que allí estaba la abuela venga a manosear aquello y al final me dice: voy a parar ya, que me estoy poniendo cachonda.
A lo que mi abuela añadió, por si nos quedaba alguna duda:
–¡Que me estaba poniendo cachonda!
Por el contrario, a mí la libido se me había quedado reducida a la más mínima expresión. Para siempre. Supongo que para compensar y eso. 
Cuando volvíamos para casa mi suegra, que hasta entonces había estado en estado se shock postraumático, me dijo:
–Tu abuela es muy... dicharachera.
–Está como una cabra, sí.
–A veces, cuando nos hacemos mayores, perdemos un poco la vergüenza.
Cuando nos hacemos mayores, dice.