16 agosto 2021

El chiringuito

 Pues un día de estos le dijimos a los niños: 
-Hoy nos vamos a quedar en la playa hasta que se haga de noche, y luego cenaremos en el bar de aquí mismo. 
-¡Bieeeen!
Que habíamos reservado con una antelación estimada de entre cuatro y cinco años, porque el chiringuito a pie de playa, por motivos desconocidos, en verano está muy solicitado. De hecho está tan solicitado que según reservas te asignan ya la mesa directamente. Y, cuando reservas, te advierten de que sólo te la guardan una hora, que a mí me parece una barbaridad porque creo que si reservas a las nueve es para estar allí a las nueve. Como mucho a las nueve y diez. Lo que pasa es que después de estudiar las costumbres locales y, especialmente, el ritmo frenético que llevan, he comprendido que si reservas una mesa a las nueve la hora estimada de llegada son las diez menos cinco.
En fin. 
Que nos plantamos allí a las nueve con más hambre que vergüenza después de toda la tarde en la playa haciendo el pino puente trasverso con dos niños encima, pedimos las bebidas y preguntamos si la cocina estaba abierta.
-Claro, a lah nueve abrimoh.
-Ah, pues nos gustaría ir pidiendo la comida.
-Pero mushasha, ehperaté. Te vah tomando el reflehquito, vah dehando que sasiente, que haga la digehtión...
En verdad os digo que yo lo de dejar que se asiente me parece muy bien cuando me he metido tres platos de cocido, pero por una cocacola  no lo había oído nunca. Sin embargo, siempre fiel a la Primera Directriz, le dije al camarero que bueno, que vale, que nohibamoh a relahá con la comida. 
Y esperamos.
Y esperamos. 
Y esperamos. 
Y esperamos. 
Unos cuarenta y cinco minutos más tarde conseguimos que el camarero accediera a tomar nota, lo que nos hizo pensar que a lo mejor la gente llega tarde porque sabe que de todas maneras no le van a atender, no sé. 
El caso es que para entonces la comida había pasado a un segundo plano y toda nuestra atención estaba puesta en el espectáculo.
La cosa empezó con un grupo que apareció para cenar y no tenía reserva. 
Eran como cuatro personas de esas que llevan tupecito, camisa de manga larga cuidadosamente remangada para dejar ver la pulserita que les recuerda de qué país son (porque uno nunca sabe cuándo te lo van a preguntar y lo mismo no te acuerdas, ojo), el mismo pantalón que usan para la oficina en invierno pero en versión corta y mocasines. 
-Eh que lo tenemoh tó reservao -les explicó el camarero.
-Pero si hay un montón de mesas vacías. 
-Pero ehtán reserváh y lah tenemoh que guardá hahta la dié. Si quieren se ehperan a ver si alguna se queda libre.
-Es que nosotros queremos cenar ya.
Y yo, pensé mentalmente, pero no lo dije por no interrumpir. 
-Poh ya no puede ser porque está tó reservao.
-Pero si está vacío.
-Porque...
-Qué le cuesta poner una mesa.
Los señores de las camisas de manga larga dobladas para no olvidar su nacionalidad empezaron a hacer comentarios que dudan de las ganas de trabajar de los camareros. Porque claro, todos sabemos que lo que no hace un camarero en un chiringuito de playa es trabajar. Eso, y cotizar. Y cobrar las horas extra.
Así que el caramero les acaba sacando una mesa. 
Total, sólo son cuatro.
Nada más sentarse, aparece otro grupo. 
Estos sí tenían reserva, pero la tenían "fuera", no "dentro".
-Si ehtá fuera eh porque al reservá pidió fuera.
Que las mesas de fuera están muy demandadas porque están en la puñeterísima línea de playa nivel cuando la marea está alta te salpican las olitas. Pillar una mesa de fuera no es poca cosa. 
-Ya, pero es que donde estamos vemos los columpios y claro, mi hija va a querer irse y no va a cenar.
El camarero, sin duda agradecido por la obligación de llevar mascarillas y que no le vean la cara, acepta. 
-Weno, poh se pueden venir a ehta.
-¿No puede ser otro?
-...
-¿Aquella?
-Eh que ya ehtá reservá.
-Pero está vacía.
-Eh que ehtá reservá.
-Bueno, pero ahora mismo no hay nadie. 
El camarero calibra la situación y esto os va a sorprender, pero el señor acaba exactamente en la mesa que quería. Que casualmente es al lado de los otros. 
Y, lo más casual aún, resulta que se conocen. Qué coño, si son hasta familia. 
La endogamia es lo que tiene. 
Nada más sentarse, aparece la presunta mujer con un bebé de un año en brazos, que a mí es que estas cosas se me olvidan, pero yo juraría que con un año los bebés ni cenan a las nueve de la noche ni se montan en los columpios, pero bueno. A lo mejor la niña es muy precoz y ya anda, corre y como tortillitas de camarones, no sé. 
Según se acomodan aparece otro grupito.
Tampoco tienen reserva.
-Son amigos nuestros -dicen los del bebé-. Se pueden sentar con nosotros.
-Pero eh que la mesa eh de cuatro y...
-Pues pon otra mesa. 
La terraza del bar está como Primark Gran Vía el día de la inauguración y no hay ni una mascarilla a la vista porque todos sabemos que las pulseras con banderita dan poderes. 
Yo me estoy comiendo los colines de cuatro en cuatro y valorando la posibilidad de cederles mi mesa e irme al burgerking. 
-Eh que no...
-Mira, pones una de las que hay vacías y ya.
-Pero eh que ehtan reservás y...
-Bueno, nosotros teníamos reserva, ¿no? Pues vienen con nosotros.
Llegado este punto el camarero cortocircuita y les pone una mesa con sus correspondientes sillas.
Lo que pasa es que los recién llegados traen un carrito de bebé, así que sin dudarlo mucho, y protestando porque les han dado el peor sitio, los papás de la criatura INCRUSTAN EL CARRITO ENTRE SU MESA Y LA NUESTRA, AHÍ, SIN VASELINA NI NADA. 
Llegado este punto yo empezaba a estar un poco tensa porque no me he pasado el verano con la mascarilla pegada para que ahora me venga media Moraleja a lanzarme microgótulas de esas, por mucho que sean microgótulas de marca. Además, ya no me quedaban colines. Ni paciencia. 
Así que estaba pensando en hacer cosas locas como ponerme a cantar "Todos mis amigos se llaman Cayetano" (y luego pasar la gorra), pero me distrajo un señor del primer grupo, que se levantó, sin mascarilla ni nada porque el covid es de pobres, para decirle al camarero que le habían llamado unos amigos, que no tenían reserva, pero que les pusiera una mesa al lado suyo. No hacía falta que fuera en la misma mesa que ellos, porque tampoco eran tan amigos, pero que les pusiera cerca, si podía ser. 
A dios pongo por testigo que en ese momento pude escuchar claramente cómo el corazón del camarero se rompía. 
El señor se volvió a su mesa totalmente satisfecho de sí mismo y sin esperar respuesta porque claramente no le daba el cerebro para plantearse otra posibilidad. 
Yo estaba ojiplática. 
Y además seguía sin cenar, pero es que los camareros llevaban una hora poniendo y moviendo mesas sin parar, así que tampoco me iba a quejar. 
La cosa pareció tranquilizarse durante un rato, sobre todo porque, casualidad asombrosa, a estos grupos se les tomó nota y se le sirvió la comida antes que a nadie. Que no me quejo, porque si yo fuera los camareros también estaría deseando librarme de ellos lo antes posible. Y, además, ZaraJota y yo queríamos aguantar hasta el final porque nos habíamos apostado a que no dejaban propina. 
El caso es que cuando ya parecía que habían terminado e iban a largarse al club naútico del que se hubieran escapado, la puerta se abrió y llegaron LOS NIÑOS. 
Cientos y cientos (vale, igual eran menos) de niños. Ellos, la camisa de manga larga cuidadosamente doblada para dejar a la vista la pulsera, pantalones cortos y mocasines, que no quiero ni pensar en cómo olerá aquello cuando se lo quiten. Ellas, con el vestidito que les corta la circulación en la sisa pero como no se les ve el culo todavía puede aguantar tres o cuatro veranos más. 
Los niños caen sobre las mesas de sus respectivos progenitores como las salvajes hordas en las llanuras de Zama y las madres les preguntan por la cena, si se lo han comido todo y esas cosas que preguntamos las madres.
-Sí, todo.
-Pues nada, quedaros un rato por aquí.
Claro que sí, señora, no se vaya a quedar el local vacío. 




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