02 noviembre 2020

Halloween 2020


 
La vieja y malvada bruja se levantó un día, estiró sus carnes fofas, sus huesos crujientes y sus músculos atrofiados, se rascó el pandero (luego se olió los dedos, por supuesto), abrió la puerta de la cabaña y no vio nada.
Nada de nada.
Pero nada, nada, nada. 
Todo el bosque había desaparecido, tragado por una niebla banca, densa, helada, silenciosa, inquietante.
La vieja y malvada bruja hizo una mueca que, sin duda, ella consideraba una sonrisa. A la vieja y malvada bruja le gustaban las cosas densas, heladas, silenciosas e inquietantes.
Sin embargo, cuando tomó aire con fuerza y aquella niebla inundó sus pulmones amorfos, la sensación no fue agradable, ni siquiera para sus estándares.
Tosió un poco y un largo velón púrpura resbaló desde su nariz hasta su barbilla, cayó hasta el suelo y se transformó en un duendecillo feliz.  
Oh, no, pensó la bruja, quitándose una bota y aplastando al duendecillo de un zapatazo.
Volvió al interior de la cabaña y recogió del suelo un trapo viejo, largo, negro y apestoso, de origen y antigüedad desconocida, se tapó la boca y la nariz con él y se lo anudó en la nuca, por debajo de la masa de pelos grasientos. 
La bruja salió de nuevo al bosque y se adentró en la niebla. Avanzaba casi a tientas, con las manos por delante para no golpearse con las ramas bajas de los árboles.
En un par de ocasiones se encontró con animalitos del bosque aterrados, rodeados de duendecillos felices que cantaban, bailaban, les decían "¿Estás triste? No estés triste" y les animaban a salir más, arreglarse un poquito, distraerse, hacer amigos, lo normal.
La vieja y malvada bruja estaba aterrada, y por primera vez en su vida le parecía mal.
Cuando llegó al pueblo y lo descubrió (es un decir, porque no se veía nada) envuelto en la niebla, la bruja se temió lo peor. Se ajustó el trapo viejo para que le cubriera bien nariz y boca y se adentró en las calles. No tardó en encontrarse con el primer duendecillo feliz, y pronto encontró montones, corriendo felizmente, cantando felizmente, saltando felizmente y aterrando felizmente a los aldeanos.
En la plaza, media docena de duendecillos rodeaban a la viuda oficial del pueblo y a sus doce hijos huérfanos de padre y les explicaban que si su problema era ser pobre, lo que tenían que hacer era dejar de ser pobres. ¿Por qué no dejaban de ser pobres? Cualquiera podía dejar de ser pobre si quería.
En la tahona, más duendecillos felices lanzaban puñados de harina a la panadera, mientras le gritaban, entre risas, una jerigonza absurda sobre que para triunfar en el marcado debía pensar fuera de la caja. La vieja y malvada bruja no se quedó el tiempo suficiente para descubrir fuera de qué caja.
A la lechera le gritaban que podía dejar de ser gorda si comía sano, ¿por qué no comía sano?; al cura, que no debes vestir para el trabajo que tienes sino para el que aspiras; al alcalde, que hoy puede ser un gran día si lo intentas, y al viejo lisiado que pedía a la puerta de la iglesia, que no existen las limitaciones del cuerpo, sólo las de la mente.
Llegado este punto, la vieja y malvada bruja ya no estaba aterrada, sino cabreada como una mona. Una mona cabreada. Con pulgas cabreadas. Que hubiera dormido poco y comido menos. 
Así estaba. 
Se coló en la casa del cura, agarró un taburete, un cucharón y una olla; volvió al centro de la plaza, se encaramó al taburete y empezó a golpear la sartén con el cucharón. Se retiró el trapo viejo de la cara y  cuando se aseguró de tener la atención de todos los duendecillos, gritó:
-IROS A LA MIERDA TODOS, COÑO.
Los duendecillos felices abandonaron a sus víctimas y empezaron a reunirse en torno a la vieja y malvada bruja.
-¿Estás triste? -dijo uno-. No estés triste.
La bruja lo recogió con el cucharón y lo echó a la olla.
-Serías muy guapa si te arreglaras un poquito -dijo otro, y la bruja lo pescó también.
-O si perdieras unos kilos -dijo otro-. ¿Quieres que te dé diez consejos para comer sano? 
La bruja no le hizo caso y lo echó a la olla. 
-¿Estás triste? -preguntó otro-. No estés triste.
-Puedes conseguir todo lo que te propongas...
-Sólo tienes que esforzarte.
Así, uno a uno, todos los duendecillos acabaron en la olla. La bruja la tapó con el trapo que había usado para taparse la boca.
La niebla había desaparecido, el sol había salido y se había quedado un día estupendo para hacer duendecillos a la brasa. 



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