Empezamos por el principio: hace quince años que tengo un potho.
Ese potho ha vivido mucho, pero lo importante es que sigue viviendo.
Seguía.
Lo tenía en una estantería al lado de una ventana pero sin que le diera el sol directo de la ventana y le debía sentar bien porque crecía y crecía que daba gusto verlo. Cuando alcanzó el metro de altura pensé: cualquier día se me va a caer encima y se lía.
Así que lo puse en el suelo, en una esquinita en el pasillo.
Y se lio.
O más bien, la lio Jinmu, que decidió abandonar su estado semicomatoso habitual para desenterrar las raíces del potho y pimplárselas.
Supongo que estaban crujientes y fresquitas, no sé.
Es la primera vez que se come una planta, porque otras veces las ha usado simplemente como para limpiarse los dientes (os ahorraré la descripción) o se ha frotado contra ellas dulcemente con su cuerpo de 13 kilos hasta troncharlas, pero comérselas, nunca.
-A ver, solo porque las esté desenterrando y mordisqueando no significa que se las esté comiendo.
Entonces el gato empezó a hacer unas cacas... ¿cómo describirlas? Líquidas. Naranjas. Y el OLOR... Y como a veces le entraba el apretón y no llegaba al arenero, las hacía POR TODAS PARTES.
Entonces empezó a potar. Pero no por todas partes: al gato le gusta potar específicamente en mis zapatos. Así que yo le oía que empezaba a hacer como arcadas y salía escopeteada a mi dormitorio a poner a salvo todos los zapatos que pudiera, mientras el gato intentaba adelantarse y potar en el que todavía estuviera a su alcance.
Era como el Gran Prix, si hubieran cambiado el agua de la piscina por algo viscoso, apestoso y marrón.
-Vamos a tener que llevarlo al veterinario.
No nos gusta llevarle porque, además de las razones obvias, cada vez que vamos nos dicen que hay que hacerle una analítica porque está gordo.
El gato, imagen de archivo
Lo que pasa que el gato seguía potando y pensamos venga, mis zapatos bien valen una analítica.
Y nos lo llevamos al veterinario.
Ya sabéis cómo son estas cosas: metes al gato en el trasportín y luego lo arrastras por la calle mientras grita MIAAAAUUUUUUUU MIAUUUUUUUUOOOOUOOO.
Que tú sabes que no lo has secuestrado, pero lo parece.
Para cuando llegamos al veterinario estaba tan enfadado conmigo que no me hablaba. De hecho, me había dado la espalda con toda la dignidad. Lo que pasa es que si me da la espalda no sabe si estoy sufriendo por su desprecio o no, así que al rato se dio la vuelta y se dedicó a mirarme con el mayor de los reproches.
No le quedaba nada.
No dejó de mirarme fijamente mientras el veterinario lo sacaba de trasportín, lo pesaba, le miraba las mucosas y los oídos y, especialmente, le introducía el termómetro por el recto.
"Esta te la guardo", decía esa mirada.
-Este gato está gordo -dijo al fin el veterinario.
-Ya.
-Hay que hacerle una analítica porque si está gordo puede tener hígado graso.
Me pareció bastante razonable: a fin de cuentas, lo tiene todo graso.
-O diabetes. ¿Has notado que beba más agua últimamente?
-Pues ahora que lo dices, sí.
-¿Desde cuándo?
-Desde que estamos a 45º a la sombra o así.
-...
-...
-Igualmente hay que hacerle una analítica.
-Vale.
La mirada que me echó el gato cuando me vio salir de la consulta sin él podría haber cortado el metal y helado los mares. Yo solo pensé que menos mal que no tenía que quedarme, que las agujas me dan mucho repelús.
Me dijeron que la analítica llevaría unos quince minutos así que me fui a la sala de espera y esperé.
Y esperé. Y esperé. Y esperé...
A la media hora empecé a preguntarme cuánta sangre le estaban sacando a mi gato y por qué, y sobre todo cuánto nos iba a costar aquello, porque los gatetes no tienen seguridad social.
Al cabo de mucho, mucho rato, me llamaron de nuevo a consultar.
El gato estaba cabreado y el veterinario estaba perplejo.
-Las analíticas han salido bien.
-MUAJAJAJA, STOP GORDOFOBIA.
-... Ha debido sentarle mal algo que ha comido.
-Ya, el potho.
-Bueno, como es poca cosa, solo tienes que dejarlo en ayunas dos días, y darle estos tres tipos diferentes de pastillas, cinco veces al día, durante ocho días.
-Voy a morir, ¿verdad?
Metí al gato en el trasportín y enfilé de vuelta a casa, considerablemente más pobre, y con un ánimo sombrío.
El gato se había hecho pis y vomitado en el trasportín y como es de huesos anchos, iba haciendo la croqueta en sus propios fluidos corporales. Estábamos a unos 45º a la sombra y bueno... bueno.
-Vas a tener que bañarlo -me dijo ZaraJota.
Obsérvese que no dijo "vamos". Aquí cada uno va a proteger su propia vida como puede.
-Creo que ya ha sufrido bastante por hoy, tengo una idea mejor.
La idea fue llenar uno de esos flusflús para regar la plantas como si la vida fuera instagram con agua templada y cada vez que el gato se quedaba quieto le hacía flusflús a toda velocidad intentando mojarlo lo más posible, pensando que así se lamería y se limpiaría solo.
Como constructo teórico, la idea era espectacular.
En la práctica, las cosas no salieron exactamente como yo esperaba. A la tercera vez que le flusfluseé, el gato empezó a huir de mí como de la peste, lo cual es irónico porque el que iba dejando estela a su paso era él. Además, parecía estar demasiado cansado para lavarse. O demasiado ocupado escapando de mí, una de dos. El caso es que, totalmente empapado de agua, pis y potas variadas, se dedicó a esconderse en nuestros armarios, entre los cojines o debajo de las sábanas.
Al caer la noche, toda la casa olía a... bueno. Olía.
Además el gato, por motivos desconocidos, había empezado a desconfiar de mí y no había forma de acercarse a él para darle las chorromil pastillas, polvitos y el jarabe.
-Creo que lo del flusflús no ha sido buena idea -dijo ZaraJota.
Ahora será culpa del flusflús.
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